El relevo del catecismo

Según cuenta Hesíodo en la Teogonía,[1] después de que Cronos arrancó los genitales de su padre Urano con una hoz adamantina, los arrojó al mar. La sangre fue recogida por Gea y el miembro cercenado fue llevado por el piélago. Alrededor de él surgió una  blanca espuma de la cual nació una doncella adulta, que llevaría por nombre Afrodita. Muy pronto, Eros e Hímero siguieron a la diosa, siendo así fielmente acompañada por la belleza, el amor, la lujuria y el deseo sexual.

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En el envío anterior (Una demanda de lectura) citamos un fragmento donde, en relación a la aparición de los Écrits en 1966, Lacan asevera: “Es que tampoco he querido un éxito de librería, ni su enganche al revuelo alrededor del estructuralismo, ni lo que para mí es solo poubellication… Es que pienso que el ruido no conviene al psicoanalista, y menos aún al nombre que lleva y que no debe llevarlo a él”.[2] No está de más recordar el juego entre publication (publicación) y poubelle (basura, basurero) que compone ese neologismo. La publicación implicaría al mismo tiempo un gesto: arrojar unos papelitos al basurero. De modo que si la publicación de los Écrits puede entenderse como una demanda de lectura (Nancy y Lacoue-Labarthe así lo ubican), esa demanda no va dirigida para todos, ni siquiera para un público que le permitiera a Lacan saborear las mieles del éxito.

En ese mismo texto, pero líneas más adelante, Lacan destaca que si entre las páginas de esa compilación se halla una referencia a la dialéctica hegeliana o a la comunicación intersubjetiva, eso no significa que él quiera llevar al psicoanálisis hacia esos terrenos. Advierte que lo patético de su enseñanza —entre las acepciones de “patético” encontramos: que conmueve profundamente o que resulta lamentable— es que ella opera en un punto preciso, que es la tarea propia del psicoanálisis: el acto, al cual el psicoanalista debe comprometerse a responder. Esta delimitación no lo deslinda de un pensamiento o, si se prefiere, de una reflexión que dé cuenta del quehacer del psicoanalista, pero alejado de la algarabía, lo cual lo terminaría situando de un modo distinto:  

“Por eso mi discurso, por magro que sea en comparación con una obra como la de mi amigo Claude Lévi-Strauss, baliza de otro modo en esa ola creciente de significante, de significado, de ‘ello habla’, de huella [trace], de grama [gramme], de señuelo [leurre], de mito, incluso de falta, de cuya circulación hoy me he desasido. Afrodita de esta espuma, surgió de ahí en el último tiempo la différance, con una a. Eso deja una esperanza para lo que Freud consigna como el relevo del catecismo.”[3]

¿Cómo no hallar, en cada uno de esos significantes, las marcas del discurso de Jacques Derrida? La huella que con su anuncio difiere la presencia, el grama (o grafema) de la gramatología, el señuelo de un habla sin escritura, el mito de un origen y, por supuesto, la différance con una a: Afrodita nacida de esa espuma para designar la diferencia (différence) que se acompaña de un diferir (différer) de la presencia; alteración gráfica y gramatical que puede ser leída pero no escuchada; raíz de las oposiciones de conceptos que escanden nuestro lenguaje.

Sin embargo, el discurso de Lacan —según sus propias palabras— sitúa de otro modo las balizas para indicar una zona navegable por esa ola que, a partir del boom del estructuralismo, convirtió en moneda corriente toda una batería de conceptos. Es que no por “compartir” algunos de esos elementos conceptuales (a veces únicamente a nivel de sus significantes), estos se dirigen al mismo lugar o cumplen con una función similar. Una y otra vez, Lacan habrá de destacar esa especificidad de su discurso, su destinatario, así como su incidencia en cuanto a la práctica psicoanalítica se refiere.

¿Cuál es, entonces, ese relevo del catecismo que Freud habría llegado a consignar y al cual el discurso derridiano le habría insuflado una nueva esperanza? Esta enigmática referencia puede hallarse en Inhibición, síntoma y angustia, escrito en 1925 pero publicado un año después. Transcribimos aquí el fragmento en cuestión:

“Yo no soy en modo alguno partidario de fabricar cosmovisiones. Dejémoslas para los filósofos, quienes, según propia confesión, hallan irrealizable el viaje de la vida sin un Baedeker así, que dé razón de todo. Aceptemos humildemente el desprecio que ellos, desde sus empinados afanes, arrojarán sobre nosotros. Pero como tampoco podemos desmentir nuestro orgullo narcisista, busquemos consuelo en la reflexión de que todas esas «guías de vida» envejecen con rapidez y es justamente nuestro pequeño trabajo, limitado en su miopía, el que hace necesarias sus reediciones; y que, además, aun los más modernos de esos Baedeker son intentos de sustituir el viejo catecismo, tan cómodo y tan perfecto”.[4]

El texto freudiano no da lugar a dudas: los filósofos son los arquitectos de las cosmovisiones. Como lo expresara Heinrich Heine, y en más de una ocasión recordara Freud, los filósofos llenan con jirones de su bata los agujeros del universo. A la manera de un Karl Baedeker —editor alemán, célebre por sus guías que proporcionaban a los viajeros de la información turística necesaria de varias ciudades—, escriben guías para la vida, ofreciendo razones de todo y para todo, siendo que con ello sólo buscan “sustituir el viejo catecismo, tan cómodo y tan perfecto”. Sin embargo, esos esfuerzos filosóficos —a decir de Freud— no han sido fructíferos, porque “cuando el caminante canta en la oscuridad, desmiente su estado de angustia, mas no por ello ve más claro”.[5]

Las palabras de Freud no sorprenden. En numerosas ocasiones se refirió en términos similares a los filósofos y a la filosofía, en un esfuerzo por demarcarse de todo edificio especulativo. Lo que puede resultar asombroso es que, casi medio siglo después, Lacan pueda sugerir una caracterización así de la filosofía. ¿Es que acaso los filósofos siguen construyendo cosmovisiones a la manera de los sistemas decimonónicos? ¿Aún pretenden dar una explicación total del universo y/o de la vida? ¿No fueron, precisamente, dos filósofos —Nancy y Lacoue-Labarthe— los que, según las propias palabras de Lacan, lo habrían leído como ninguno de sus discípulos más cercanos lo habría hecho? En última instancia, ¿dónde puede radicar el punto en común entre los filósofos de la época de Freud y los de Lacan? Regresamos a la cita de Freud, subrayando la última de sus tesis: la filosofía como un relevo del catecismo.

No está de más recordar que el catecismo es un texto en el que se presenta, en una exposición sintética, concisa y organizada, los contenidos fundamentales de la doctrina cristiana, en materia de fe, de doctrina y de moral. El vocablo proviene del griego κατηχισμός, compuesto por el prefijo kata que significa “abajo” o “hacia abajo”; el verbo ekhein, “resonar”; el sufijo ismos, “doctrina” o “sistema”. El catecismo es un adoctrinamiento; no está escrito con el objetivo de demostrar las argumentaciones teológicas ni para discutir su demostración, sino para ofrecer una exposición resumida de sus tesis principales. La catequesis, en cambio, es la instrucción de dichos contenidos de fe a los nuevos miembros de una comunidad religiosa, bajo una organización que va del maestro al alumno.


[1] Hesíodo, Teogonía en Obras y fragmentos, tr. Aurelio Pérez Jiménez y Alfonso Martínez Díez, Gredos, Madrid, 1978, vv. 177-207, pp. 78-79.

[2] Jacques Lacan, “El psicoanálisis. Razón de un fracaso”, en Otros escritos, tr. Graciela Esperanza, Paidós, Buenos Aires, 2012, p. 364.

[3] Ibidem, p. 366.

[4] Sigmund Freud, Inhibición, síntoma y angustia, tr. José L. Etcheverry, vol. XX, Amorrortu, Buenos Aires, 2008, pp. 91-92.

[5] Ibidem, p. 92.

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