Una experiencia única

Como lo indicamos en el último envío (Nuncio de un retorno a Freud), en El título de la letra Nancy y Lacoue-Labarthe mencionan que no evaluarán la legitimidad ni medirán la pertinencia del pasaje que Jacques Lacan lleva a cabo por la filosofía. Hacerlo de ese modo supondría disponer de algo así como una “verdad de Freud”, a partir de la cual juzgar la conveniencia del recorrido realizado por el psicoanalista. Pero además indican que su lectura “tampoco apelará en absoluto al dominio propio del análisis mismo, y menos aún a su práctica, o —como la denomina Lacan— a la ‘clínica’”.[1] Con ello se entiende que tampoco ese ámbito podría convertirse en un referente al cual adecuar su lectura. Este asunto merece varias consideraciones.

Está claro que ni Nancy ni Lacoue-Labarthe practican el psicoanálisis —y en este punto nos adelantamos a una extravagante objeción que Jacques Derrida hizo años más tarde, asegurando que no haber estado en análisis no le impedía ser analista “à mes heures”, es decir, cuando le daba la gana[2]— pero también que ninguno de ellos, al menos hasta el momento de la elaboración de ese texto, había pasado por la experiencia de análisis. En ese sentido, ambos reconocen que no apelar al dominio propio del psicoanálisis —que nosotros preferimos nombrar como experiencia en vez de recurrir a la noción más althusseriana de praxis— no deja de ser algo paradojal. ¿Es que acaso se puede hablar del psicoanálisis sin haber pasado por la experiencia de análisis?

Lacan llegó a ser categórico con respecto a este asunto. En una conferencia impartida en octubre de 1967, en el Centro Hospitalario del Vinatier en Lyon, cuyo título fue “Lugar, origen y fin de mi enseñanza”, comentó lo siguiente:

Uno entra en este campo de saber [el psicoanálisis] por una experiencia única que consiste simplemente en psicoanalizarse. Después de lo cual, se puede hablar. Se puede hablar, lo que no quiere decir que se hable. Se podría. Se podría si se quisiera, y se querría si se hablara a gente como nosotros, que sabe, pero entonces, ¿de qué serviría? Luego, uno se calla tanto con los que saben como con los que no saben, porque los que no saben no pueden saber.[3]

Aquellos que pueden hablar de la experiencia de análisis son aquellos que han pasado por dicha experiencia; de lo contrario, ¿cómo podrían dar cuenta de ella? De cierto modo esto reitera un punto que ya hemos tratado: el discurso lacaniano no pretende hablar de la teoría por sí misma; no se trata de un discurso de reflexión filosófica ni compuesto por investigaciones antropológicas o lingüísticas. El psicoanálisis tiene su anclaje en una experiencia: psicoanalizarse. Y nos parece que buena parte del esfuerzo de la enseñanza de Lacan se dirige precisamente a rectificar al psicoanálisis de sus desviaciones, al mismo tiempo que instaurar una nueva orientación en la práctica sin caer en la alharaca intelectualista de la época. 

Ahora bien, no son pocos los que consideran que esta apelación a la experiencia de análisis para poder hablar del psicoanálisis resulta enfadosa. Los filósofos han sido los principales en objetar este aspecto. Tan sólo para mencionar un ejemplo, en 1950 Karl Jaspers exhortó a no permitir la entrada del psicoanálisis a la Universidad de Heidelberg, debido al carácter hermético y esotérico que para él representaba el análisis. Incluso Nancy y Lacoue-Labarthe llegan a referirse al “misterio” de dicha experiencia (y por nuestra parte reiteramos la pregunta: ¿qué tiene de misteriosa?). Y a pesar de ello, eso no ha detenido a algunos filósofos para proponer conceptos, orientaciones e incluso rectificaciones epistemológicas al y del psicoanálisis (pienso en Paul Ricoeur, con su forma de “hermeneutizar” a Freud) aun y cuando jamás hayan pasado por un análisis.

Cabe preguntarse: ¿el énfasis en esa experiencia es una dificultad para acceder al psicoanálisis desde ámbitos como el filosófico o será que este aspecto devela una dificultad intrínseca al propio quehacer filosófico? Sin pretender hacer una generalización desmedida —pues más de dos milenios de pensamiento filosófico no pueden ser reducidos de un solo tajo—, no es difícil advertir que, en muchos momentos, la filosofía ha quedado prisionera del pensamiento sin implicación alguna en acto. Esto no tendría por qué ser así. La filosofía no siempre ha sido un discurso vacío de especulación sin incidencia en la vida.

Si Nancy y Lacoue-Labarthe admiten el carácter “paradojal” de la situación en la que ellos mismos se introducen, al mismo tiempo dejan constancia de que ésta “tiene su origen en una razón de competencia, pero también, y en primer lugar, en una razón del texto mismo de Lacan, así como del pasaje (por lo) filosófico que en él se cumple”.[4] A decir de ambos autores:

Se trata, en consecuencia, de examinar lo que produce el análisis cuando ocurre en el campo teórico, a fin de poder preguntar qué hay en él de empresa que no se da tanto en la subordinación a lo “teórico” como en la intervención en tal teórico, a partir de un “afuera” que quiere interpelar e inspeccionar la teoría misma.[5]

En efecto, si bien es cierto que el psicoanálisis se halla anclado en la experiencia de análisis (lo cual podría evitar grandilocuentes aventuras interpretativas), eso no debería ser una limitación para que éste incida en otros ámbitos, y no solamente en otros campos teóricos sino también en los artísticos. Lo que el psicoanálisis revela en tanto experiencia, así como el discurso que sobre ella se elabora, puede llegar a tener una incidencia en otros ámbitos. En ese sentido, Nancy y Lacoue-Labarthe se interesan por el discurso lacaniano —al menos por uno de sus escritos— por lo que este incide en lo teórico. Y de ese modo, sin negar la propia limitación de lectura e intervención que ambos pueden llegar a tener, reconocer los alcances del psicoanálisis más allá de la experiencia que le da origen.


[1] Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe, El título de la letra, tr. Marco Galmarini, EBA, Barcelona, 1980, p. 12.

[2] Jacques Derrida, Resistencias del psicoanálisis, tr. Jorge Patigorsky, Paidós, Buenos Aires, 2010, p. 87.

[3] Jacques Lacan, “Lugar, origen y fin de mi enseñanza”, en Mi enseñanza, tr. Nora A. González, Paidós, Barcelona, 2007, p. 20.

[4] Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe, El título de la letra, p. 12.

[5] Ibidem, p. 13.

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