«El pastor milagroso» (1911-1913), de August Natterer («Neter»), es una de las obras reunidas por Hans Prinzhorn en su libro Expresiones de la locura (1922). Realizado a lápiz y acuarela sobre cartulina, se trata de una de las imágenes que le habrían sido reveladas únicamente a él. Si bien otros hubieran podido verlas —como ahora nosotros podemos hacerlo—, eso «habría sido su muerte».
Neter tenía la convicción de que Dios le hablaba a través de estas imágenes. Desde su primera experiencia visionaria, semejantes apariciones fungían como revelaciones del juicio final, que habrían de cumplirse en un futuro. Se trataba de imágenes similares a aquellas de las que habló Cristo en el Monte de los Olivos. Según Neter, si le eran reveladas por Dios era para culminar la salvación.
Existe todo un orden de experiencias subjetivas que no pasan por el significante en su acepción lacaniana; es decir, hacen signo (representan algo para alguien) y, por ende, conllevan una significación (en muchas ocasiones evidente para quien la recibe), pero sin apoyarse en literalidad alguna. No hace mucho, en su libro No hay relación heterosexual (Epeele, México, 2017), Jean Allouch ubicaba algunos de los términos que corresponden al campo semántico de tales experiencias: iluminaciones, visiones, apariciones, revelaciones.
La proximidad que tienen con el lenguaje religioso o, mejor aún, místico no está dado por aquél que las aísla en el campo freudiano. Surgen de las propias palabras que utiliza quien ha vivido tales experiencias. ¿Por qué aferrarse a rebautizarlas como alucinaciones? ¿Sólo para insertarlas al interior de un saber psicopatológico? Leopoldo María Panero diría que, a diferencia del vocabulario psiquiátrico, el lenguaje de la mística (por su naturaleza poética) no anula dicha experiencia.

