¿Qué sería una transfobia de orientación lacaniana?
Seminario a cargo de Jaime Ruíz Noé
Argumento
El 23 de noviembre del 2003 en París, la École lacanienne de psychanalyse (Elp) y el Centro de Ayuda, Investigación e Información sobre Transexualidad e Identidad de Género (Caritig) propusieron una jornada de trabajo con motivo de la publicación en francés del libro Sex Changes: The Politics of Transgenderism de Patrick Califia.[1] Uno de los temas propuesto para la ocasión fue planteado mediante una pregunta: “¿Los psi son transfóbicos?” Cuestión que Sam Bourcier respondió, sin rodeo alguno, desde el inicio de su intervención: “Evidentemente, y la culpa es de Lacan”.[2]
De inmediato, Bourcier llevó a cabo un zap: una acción dirigida contra las pericias que ciertos lacanianos habían erigido en torno a lo trans.[3] Caricaturizando el estilo del discurso “psi”, Bourcier describió el síndrome CTLPHF (Contra Trans Lacaniano Pre-Feminista Hetero Fetichista) que afectaría “más particularmente a los lacanianos” y “que reposa sobre dos negaciones principales: la forclusión del nombre de Lacan y la negación de su militancia heterocéntrica para reivindicar su delirio de la diferencia sexual como natural”. De este modo, Bourcier preludiaba, casi quince años antes, el discurso que Paul B. Preciado dirigiría a esa “academia de psicoanalistas” representada por los miembros de la École de la cause freudienne. [4]
Luego de dicho encuentro de 2003, Jean Allouch señaló que quienes han padecido la “pastoral lacaniana” bien podían caracterizar como “transfóbicos” a aquellos que habían cometido tanto daño a las personas trans. “Pero ‘transfóbico’, ¿qué quiere decir?”, se preguntó. “Para responder prolonguemos la monería [singerie] y metámonos en la teoría: eso viene a indicar que él, ese experto, no está castrado”.[5] La palabra singerie refiere a una imitación cómica o burlona, como cuando un mono (singe) se comporta como un humano, y que sirve de sátira o crítica. Al designarla así, se puede hacer otro paralelismo con el discurso de Preciado, quien retomó el cuento kafkiano de Pedro el Rojo: un simio que había sido capturado por los hombres para que… actuara como ellos.
Al prolongar esa monería, Allouch no se limitaba a hablar de “transfobia” en la acepción más habitual de este término (como aversión o rechazo hacia las personas trans), sino que la refirió en particular a una castración que no habría tenido lugar. Al ubicarla de este modo, y valiéndose como lo hizo de la teoría, ¿Allouch habría puesto de manifiesto una transfobia propiamente lacaniana? ¿Qué de la enseñanza o de la doctrina de Lacan se pone ahí en juego? De hecho, en otros pasajes textuales Allouch ya se había referido a las “elucubraciones teóricas” que, en torno a la transexualidad, habían hecho algunos de los alumnos de Lacan. Elucubraciones que, a pesar de algunos cuantos matices, no habían cambiado en lo fundamental.[6]
Cabe preguntarse: ¿tales elucubraciones teóricas han fungido como basamento de esa transfobia? ¿O quizás, haciendo eco de los cuestionamientos que Allouch formuló en otro momento,[7] habría que apuntar al maestro? Parafraseándolo: ¿cuál es el papel de Lacan en ese saber tan acabado, tan compacto, tan poco agujereado, tan elucubrado que erigieron sus alumnos sobre lo trans? En última instancia, ¿es que Lacan tiene la culpa (señalada por Bourcier como faute, que en francés también designa la falta) de la transfobia extendida en buena parte del psicoanálisis llamado lacaniano y, por ende, de la no recepción, si no es que francamente del rechazo, de lo trans en el campo freudiano?[8]
Este seminario se propone hacer un recorrido crítico por algunos de los episodios más vergonzosos que se han suscitado en el psicoanálisis lacaniano con respecto a lo trans, en miras a deconstruir ese supuesto saber que se ha erigido sobre esta cuestión y cuyos efectos se siguen extendiendo incluso más allá del campo freudiano. A partir de una revisión textual e intertextual, este recorrido buscará poner de manifiesto algunos de los juicios y prejuicios que han orientado a los lacanianos. Los textos de la bibliografía serán previamente entregados para su revisión, incluidas algunas traducciones inéditas.
Al revisitar los episodios de esta fatídica historia quizás se pueda reivindicar otras monerías, como la de los tres monos sabios del budismo, donde el no hablar, el no ver y el no escuchar permiten esbozar una analogía con la posición del analista.[9]
Bibliografía
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Créditos de la imagen: Wingsdomain Art and Photography 2021.
[1] Traducido al francés como Le mouvement transgenre: changer de sexe (tr. Patrick Ythier, París, Epel, 2003). Un clásico de la erotología moderna que sigue sufriendo la demora de una traducción al español.
[2] Sam Bourcier, “Zap la psy: on a retrouvé la bite à Lacan”, en Queer Zones. La trilogie, Éditions Amsterdam, Paris, 2021, p. 434. La traducción es mía.
[3] El uso del prefijo trans (a veces escrito con un asterisco: trans*) no pretende borrar las singularidades mediante el uso de un término paraguas, sino precisamente lo contrario: poner de manifiesto que el lenguaje no abarca una heterogeneidad de experiencias, vivencias, identidades, luchas y activismos, donde los sujetos pueden perseguir diferentes objetivos y realizar muy diversas reflexiones sobre su subjetividad y corporalidad. Cfr. “Trans* (con asterisco)”, en Barbarismos queer y otras esdrújulas, R. Lucas Platero, María Rosón Esther Ortega (eds.), Bellaterra Ediciones, Barcelona, 2021, pp. 409-415.
[4] Paul B. Preciado, Yo soy el monstruo que os habla. Informe para una academia de psicoanalistas, Anagrama, Barcelona, 2020.
[5] Jean Allouch, “Couverts de honte”, allocution d’ouverture d’une Journée Pat Califia. En línea: < https://shorturl.at/77maw >. Existe una traducción al español que tirnr ligeras diferencias de contenido con respecto al texto en francés: “Avergonzados”, tr. Graciela Graham, ImagoAgenda, n° 93, 2005. En línea: < https://shorturl.at/aceko >.
[6] Jean Allouch, “Lacan et les minorités sexuelles”, Cités, n° 16, 2003, pp. 71-78. En línea: < https://shorturl.at/nmzju >.
[7]Cfr. Jean Allouch, Jacques Lacan y su alumno erizo. Transmaître, tr. Lucía Rangel Hinojosa, Editorial me cayó el veinte, México, 2021, p. 20.
[8]Cfr. Juan Carlos Piegari, “De un rechazo. Notas a la (no) recepción lacaniana del campo Trans”, Opacidades, nº 9: Inéditas miradas, Buenos Aires, 2018, pp. 119-160; asimismo, Nicolas Evzonas, “Transphobie psychanalytique ou le trauma généralisé du genre”, Recherches en psychanalyse, vol. 30, nº 2, 2020, pp. 103-112.
[9] Jacques Lacan, De un Otro al otro, sesión del 4 de junio de 1969.
“Al psicoanálisis no le importa el problema del género”, fueron las palabras que le dijeron a una amiga, luego de que ella expresara que le parecía problemática cierta declaración de Jacques Lacan. ¿Quizás habría sido más exacto decir que a cierto psicoanálisis lacaniano no le importa el problema del género? Al menos la persona que pronunció tales palabras hubiera situado mejor su lugar de enunciación. Porque no es secreto alguno que los alumnos de Lacan —o, por lo menos, una muy buena parte de ellos— no se han sentido particularmente convocados por la cuestiones de género ni han querido hacer de éste un recurso para el análisis.
Una situación muy diferente se desprende del trabajo de Jean Laplanche, quien —como es sabido— abandonó las huestes del lacanismo desde mediados de la década de 1960. Ya en su seminario Castración. Simbolizaciones (impartido en 1973, pero publicado en 1980), Laplanche sostiene que “la distinción entre sexo y género es indispensable en psicoanálisis”.[1] Siguiendo a Sigmund Freud, plantea que, mucho antes del reconocimiento de la diferencia anatómica de los sexos (es decir, de la percepción de órganos sexuales diferentes), el infante se ubica —o, mejor aún, es ubicado, incluso identificado— en un género u otro. Por tanto, para Laplanche se trata más bien de “una distinción de géneros que precede a la diferencia de los sexos”.[2]
Ahí mismo, Laplanche agrega que la distinción entre sexo y género, proveniente sobre todo del ámbito anglosajón, comenzó a volverse fundamental a partir de la publicación del libro Sex and gender (1968) de Robert J. Stoller (del cual puede leerse una breve nota aquí). Sin embargo, Laplanche busca darle una significación distinta a este par conceptual, desmarcándose de la separación que hizo Stoller entre el sexo (como algo de orden exclusivamente biológico) y el género (como algo de orden psíquico). A decir de Laplanche:
Conviene llamar sexo al conjunto de determinaciones físicas o psíquicas, comportamientos, fantasmas, etc., directamente ligadas a la función sexuada y al placer sexual. Y género, al conjunto de determinaciones físicas o psíquicas, comportamientos, fantasmas, etc., ligados a la distinción masculino-femenino. La distinción de géneros va desde las diferencias somáticas “secundarias” hasta el género gramatical, pasando por los hábitos, la vestimenta, el rol social, etc.
Años más tarde, en su artículo “El género, el sexo, lo sexual” (2003),[3] Laplanche propone una distinción más precisa, ya no de dos sino de tres nociones al interior del psicoanálisis. Por una parte, define lo sexual (recurriendo a un neologismo: le sexual) como lo que corresponde al descubrimiento freudiano de una sexualidad en sentido amplio, múltiple y polimorfa. Lo sexual (en tanto sexual-pulsional) halla su fundamento en la represión, el inconsciente y está más ligada a la fantasía que al objeto mismo. Propiamente hablando, lo sexual sería el objeto del psicoanálisis. Asimismo, este ámbito es previo —en sentido lógico, más que cronológico— a la diferencia de los sexos y al género.
Con respecto al género, Laplanche reitera que el género es anterior —cronológicamente hablando— al reconocimiento de la diferencia anatómica de los sexos, pero agrega que se trata de una asignación que proviene del otro (sin mayúscula), poniendo de manifiesto la prioridad que tiene la alteridad en este proceso de subjetivación. Dicha asignación se compone por un conjunto complejo de actos que incluyen al lenguaje, pero no se reducen a éste. Son los otros (padre, madre, cuidadores, parientes más cercanos, etc.) quienes, a través de una asignación continua, le atribuyen un género al infante, incluso desde antes de su nacimiento. Pero no se trata de una asignación que el sujeto reciba de manera pasiva, sino que es también “traducida” o “simbolizada” a partir de recursos propios.
Finalmente, el sexo incide en el posterior reconocimiento de la diferencia anatómica de los sexos —en tanto percepción de los órganos sexuales—, que viene a reiterar o refutar la previa asignación de género, en particular si se la considera como “correcta” o “incorrecta”. Aquí tendrá lugar un efecto retrospectivo (aprés-coup), pero, a diferencia de algunas posiciones surgidas desde el feminismo —como la de Simone de Beauvoir, donde el género viene a simbolizar al sexo— Laplanche concluye que, si bien el género precede al sexo, lejos de organizarlo o simbolizarlo es organizado por él. Es decir, la diferencia anatómica de los sexos es la que, en última instancia, viene a fijar o traducir el género a partir de, aproximadamente, el segundo año del infante.
Como se puede apreciar, para Laplanche la incidencia del género viene a ser contundente para todo el proceso de subjetivación, pero también con respecto a lo que se refiere al ejercicio del análisis. A pesar de ello, el propio Laplanche advierte hasta qué punto la mayoría de las “observaciones” psicoanalíticas inician de manera totalmente irreflexiva con frases como “se trata de un hombre de treinta años” o “una mujer de veinticinco años”, dando por sentada toda la cuestión de género. Con justa razón, Laplanche se pregunta: “¿El género sería verdaderamente no conflictivo al punto de considerarse como una premisa incuestionable?”[4]
Y, en efecto, tal pareciera que así ha sido para algunos: un saber ya sabido, dado de antemano, puesto como una evidencia. De ser así, no serían gratuitos, por lo tanto, algunos de los embates que el psicoanálisis ha recibido desde los feminismos, las teorías de género y otros campos de estudios más advertidos de esta cuestión.
Addenda
En un texto publicado en 2003, titulado «Lacan y las minorías sexuales», Jean Allouch señalaba algo con respecto a esas «premisas incuestionables» (en términos de Laplanche); es decir, esas identificaciones o identidades (incluidas, por supuesto, las de género) que, en ocasiones, son asumidas de antemano (a manera de un saber previo) por quien ejerce el análisis, con lo cual terminan yendo a contrapelo de la invención freudiana:
A decir verdad, la estricta definición del sujeto por el significante […] resulta suficiente para exigirle al psicoanalista que, en su fraternidad con el analizante, sólo acoja a este último descartando cualquier categorización: nosográfica, sexista, racial, comunitaria. ¿Qué sé de quién entra a mi consulta a pedirme psicoanálisis? ¿Voy a juzgar por su apariencia, a la manera de un fenomenólogo, que es hombre, mujer, homosexual, religioso, pobre, inteligente, negro, joven o lo que sea? Precisamente no. Un psicoanálisis, del lado del psicoanálisis, no se ocupa más que de esta abstención. Si Freud, en un gesto tan inaugural como fue la duda metódica de Descartes, no hubiera sabido y podido poner sus conocimientos en el vestuario, para dar un paso al margen de ese pseudo-dominio que ejercía Charcot, un movimiento freudiano simplemente jamás habría sucedido.
[1] Jean Laplanche, Problemáticas II: Castración. Simbolizaciones, tr. Silvia Bleichmar, Amorrortu, 2003, p. 43, n. 12. La traducción ha sido modificada debido a un error, pues se colocó “psicología” ahí donde debería decir “psicoanálisis”. En francés claramente se lee: “La distinction du sexe et du genre est indispensable en psychanalyse”. Cfr. Jean Laplanche, Problématiques II: Castration – Symbolisations, Quadrige / PUF, 1998, p. 33.
[2] Jean Laplanche, Problemáticas II: Castración. Simbolizaciones, p. 43.
En su libro Sex and gender (1968), el psiquiatra y psicoanalista Robert J. Stoller plantea una diferenciación entre las nociones de “sexo” y “género” que terminaría siendo determinante en muchos estudios y campos posteriores. El sexo sólo habría de referirse a los componentes biológicos (fisiológicos o anatómicos) que distinguen a machos y hembras. El género, en cambio, abarcaría otros aspectos más socioculturales (comportamientos, sentimientos, pensamientos, fantasías), los cuales, si bien se hallan relacionadas con lo sexual, resultan independientes de los aspectos biológicos.
En aquel entonces, Stoller señalaba que si bien sexo y género llegaban a ser utilizados comúnmente como sinónimos en el habla cotidiana, el propósito de su estudio era confirmar el hecho de que eran independientes el uno del otro. Pero ¿será que esta distinción halla sus raíces en el campo freudiano? Es decir, ¿tendrá algún fundamento en la obra y los descubrimientos de Sigmund Freud? Al menos así lo es para Stoller.
En una nota a pie de página,[1] Stoller señala que Freud ya había dividido de este modo la sexualidad. Se remite al texto “Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina”, en el cual Freud distingue tres series de caracteres: 1) los sexuales somáticos (correspondientes al sexo); 2) los sexuales psíquicos (correspondientes al género); 3) y el tipo de elección de objeto (equivalente a la orientación sexual).[2] Ahí mismo, Freud advierte que “hasta cierto grado [estos tres] varían con independencia unos de otros y se presentan en cada individuo dentro de múltiples permutaciones”,[3] y esto a pesar de que cierta literatura tendenciosa habría dificultado su intelección.
Por supuesto, Freud no recurrió al término “género”, no sólo porque éste no había tomado la importancia que habría de adquirir años más tardes, sino porque en alemán no había cómo para traducir la noción anglosajona de “gender”. Según Jean Laplanche, el término alemán Geschlecht que Freud utiliza en numerosas ocasiones significa a la vez “sexo” y “género”.[4] De manera que, en diversas ocasiones, Freud puede estar recurriendo a Geschlecht en su acepción de “sexo biológico” y, en otras, en su acepción de “sexo sociocultural”, sin verse en la necesidad de separarlos o distinguirlos. Motivo que sería suficiente para hacer una relectura de los trabajos freudianos atendiendo precisamente esta cuestión.
Por ejemplo, en su texto “Sobre las teorías sexuales infantiles” (1908),[5] Freud se vale de la hipótesis de visitantes de otro planeta a quienes les daría curiosidad la presencia de “dos sexos” entre los seres humanos. Laplanche acota que en dicho pasaje habría que leer “dos géneros”, pues a lo que Freud se refiere es a la particular división de “hábitos” y “costumbres” entre ambos (por obra de los géneros masculino y femenino) y no a la división establecida por los órganos sexuales (sexos macho y hembra).
Queda mucho por decir sobre cómo la noción de “género” (en particular como “identidad de género”) proveniente del trabajo de Stoller fue rechazada por Jacques Lacan en la sesión del 20 de enero de 1971 de su seminario De un discurso que no sería (del) semblante, cuando a dicha noción le opuso la tesis de que “hombre” y “mujer” son sólo significantes que no significan nada en sí mismos mas que por su oposición (tengamos presente que se trata de un momento anterior a las fórmulas de la sexuación). Y quedaría más por decir sobre cómo Laplanche recurrió a la noción de género de Stoller desde la década de 1970, llegando incluso a señalar —algunos años más tarde— que el género no es binario, sino plural (como sucede en algunas lenguas, y sobre todo cuando no son pensadas en términos de un binarismo lingüístico de raigambre estructuralista). Asuntos que dejaremos para próximas publicaciones en este blog.
[1]Cfr. Robert J. Stoller, Sex and gender. The Development of Masculinity and Femininity (1968), Karnak Books, London, 1984, p. vi.
[2]Cfr. Sigmund Freud, “Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina” (1920) en Obras completas, vol. XVIII, Amorrortu, Buenos Aires, 2008 p. 163.
Traducción de “Lacan à l’envers d’un post-scriptum” de Jean-Claude Milner, texto publicado originalmente en Le Diable probablement, nº 9, 2011, pp. 79-84 y luego retomado en La Puissance du détail. Phrases célèbres et fragments en philosophie, Grasset, París, 2014.
L’Étourdit culmina con una datación: “Beloeil, el 14 de julio de 1972”. Luego viene un post-scriptum, impreso en caracteres más pequeños y líneas más cortas, como un colofón: “Beloeil, donde cabe pensar que Charles I, aunque / no de mi línea, me hizo falta, pero no, que se / sepa, Coco, forzosamente Beloeil, por habitar el albergue ve-/cino, o sea el ara tricolor que sin tener que explorar su / sexo, tuve que clasificar como hetero — por el hecho de que se / lo diga ser hablante.”[1] Hasta ahora he reproducido el texto de la revista Scilicet. En adelante me ceñiré a la edición de los Otros escritos.
El post-scriptum intriga. Se desea interpretarlo. Lo he intentado. En retrospectiva [après coup], me doy cuenta de que, al cabo de mi desmontaje, he puesto de manifiesto lo que me ha mantenido en Lacan luego de tantos años. O, para invertir la proposición, me doy cuenta de que aquello de lo que me ocupo, luego de tantos años, lo encuentro en Lacan. Siéntanse libres de imputarme el círculo del investigador. Se sabe que éste sólo reconoce en las pistas aquello que habla de él.
Como se trata de un post-scriptum, es evidente que el texto al cual ha sido añadido debe ser tomado en cuenta. Por mi parte agregaría la datación, que no es indiferente. Finalmente, el insistente nombre Beloeil llama la atención.
Beloeil se encuentra en Bélgica. La familia de Ligne tiene allí su residencia histórica, célebre por sus jardines. Fueron descritos por el príncipe Charles-Joseph de Ligne en Coup d’œil sur Beloeil (Un vistazo a Beloeil), publicado por primera vez en 1781. Al mencionar a Beloeil, Lacan coloca su texto en continuidad con el del príncipe de Ligne, quien aparece, mediante una homofonía, en la locución “aunque no de mi línea [de ma ligne]”. Es debido a la secuencia Beloeil-ligne que uno deduce el jardín. Ahora bien, el jardín está presente en L’Étourdit: “Se sabe que me esmeré durante diez años por hacer jardín a la francesa de esas vías a las que Freud supo pegarse en su diseño […]”.[2] Nadie puede ignorar el alcance doctrinal de semejante frase. Pero, desde el punto de vista que nos ocupa, ésta sitúa el punto de intersección textual entre L’Étourdit y su post-scriptum. Para mayor claridad, de ahora en adelante reservaré el nombre L’Étourdit para el cuerpo del artículo, como si el post-scriptum, L’Étourdit y su datación fueran tres textos separados.
Ahora podemos pasar a la literalidad del post-scriptum. Para introducirlo, Lacan habría podido limitarse a un vínculo con el lugar: “donde… etc.”, adjuntándolo directamente al nombre de Beloeil incluido en la datación; de esta forma, habría preservado la continuidad del texto. Pero no escribió eso. Eligió cortar, saltar de línea y repetir Beloeil. El post-scriptum se vuelve autónomo. Tenemos derecho a considerarlo por sí mismo.
Gramaticalmente, se trata de una aposición. ¿A qué? ¿Sólo al nombre de Beloeil? Precisamente no, porque entonces no habría sido necesario repetirlo. Más bien, una aposición a toda la datación. El post-scriptum explica la locución “Beloeil, el 14 de julio de 1972”.
Si ese es el caso, entonces hace falta determinar mejor qué los conecta. Para el nombre Beloeil, la repetición es suficiente. Queda pendiente la fecha. ¿Qué responde el post-scriptum? La respuesta se halla en los jardines. Ya sabemos que el post-scriptum fue visitado debido a los jardines del príncipe de Ligne. Estos nos remitieron, en L’Étourdit, al “jardín a la francesa” (subrayo). En las tres palabras “a la francesa” está la relación. Especificación nacional del jardín, día de la fiesta nacional, el engarce del post-scriptum a la datación depende del adjetivo francés.
Pero no se trata de la Francia eterna; se trata de la Francia de 1972. En resumen, post-68. Los “sobresaltos de la juventud” son mencionados en L’Étourdit algunas líneas antes del post-scriptum. Charles I es De Gaulle. “Aunque no de mi línea [de maligne]”, aparte de ser la alusión al príncipe de Ligne, se trata de línea política: Lacan no se reconoce en De Gaulle, y menos en la supremacía de la burguesía conservadora de la cual De Gaulle se hizo garante en el 68. Esta burguesía conservadora siempre erigió un baluarte de hipocresía contra el discurso psicoanalítico, especialmente en su versión lacaniana; en eso, De Gaulle no cambió nada. No actuó contra la hipocresía; peor aún, la restauró.
“Me hizo falta”, dice Lacan. Sólo falta aquello de lo que se puede esperar algo mejor. Es con este mejor que se relaciona la concesión “aunque no de mi línea”, para luego saltar a la constatación de la carencia que se deduce de ella. Aunque no se inscribió en la línea de verdad de la que atestigua el discurso psicoanalítico, De Gaulle no menospreció esa figura de regresión senil-infantil que fue el petainismo; sobre ese periodo, vuélvanse a leer las primeras páginas de “La psiquiatría inglesa y la guerra”.[3] Aunque sólo sea por eso, Lacan tiene razón al hablar de deserción; medido con el rasero de 1945, el hombre del retorno al orden de 1968 se mostró insuficiente para sí mismo.
De modo paralelo, Coco es el PCF (Partido Comunista Francés); así le decía el pueblo bueno. Al igual que Charles I, éste vive en el albergue vecino, a saber, Francia, que colinda con Bélgica donde se encuentra Beloeil. “Por habitar” es causal; el infinitivo tiene como sujeto a la vez a Charles I y Coco. La misma causa explica dos conductas aparentemente distintas, la de De Gaulle y la del PCF. Esta causa se enuncia: Francia, como albergue. A diferencia de la burguesía, sintetizada en De Gaulle comprometido con el mantenimiento del orden, el PCF no le falló del todo a Lacan. Al menos en el registro del saber: “que se sepa”. El enunciado se esclarece por comparación con Radiofonía: “Es evidente que ahora ellos [= los comunistas] se sirven de mí tanto como ella [= la hipocresía universitaria]. Menos el cinismo de no nombrarme: son personas honorables”.[4]
Es imposible ignorar la alusión al discurso de Marc Antoine, que caracteriza a los asesinos de esa manera. El aparente homenaje al PCF es por lo menos equívoco. Se invierte radicalmente al desdén si se sigue el hilo de las homofonías.
Suscitado por éstas, “Coco-bel-oeil” (Coco-bello-ojo) es una designación del tuerto, que antaño fue muy popular. François Mauriac da testimonio de ello. “Coco, forzosamente Beloeil” dice que el PCF es tuerto. Sólo puede ver con un ojo; no está seguro de que sea el correcto, pero, como tuerto, es el rey entre los ciegos. Mientras que Charles I (De Gaulle) era ciego haciéndose pasar por rey.
Coco y ara son nombres de loros, porque el PCF no hizo mas que repetir la voz de su amo; no la URSS sino simple y llanamente la burguesía misma. Otra vez Radiofonía en 1970: “Los comunistas, al constituirse en el orden burgués como contra-sociedad, sólo van a falsificar todo aquello en lo que el primero se honra: trabajo, familia, patria”.[5] De donde uno entiende que, a ojos de Lacan, el post-68, con Charles I y Coco, trajo de vuelta a Pétain. ¿Eco de La Cause du Peuple, de la que estaba advertido? Más bien un eco de la lengua: desde la isla de Yeu hasta Beloeil, opera el significante.
A raíz de este eco significante, sólo un lugar llamado Beloeil, y no el albergue vecino que es Francia, ofrecía un alojamiento en donde se podía decidir acerca del jardín nacional. “Donde” se refiere a “cabe pensar”, no a “me hizo falta”.
“O sea el ara tricolor”. “O sea” es ecuante, puede parafrasearse: es decir. Se ha admitido que la secuencia Coco-ara se puede leer en dos líneas, la del loro y la del PCF. “Tricolor” confirma esta lectura y abona a ella. Calificado de esa manera, el ara no sólo apunta al psitacismo del PCF. Como tricolor, es colocado por el “o sea” en la ecuación de “el albergue vecino” que es la Francia. El lector descubre en el mismo movimiento que el pájaro parlero ocultaba en su nombre un ara pacis, un altar dedicado a la paz social — altar y loro, piénsese en Un cœr simple (Un corazón sencillo) de Flaubert. La paz se concluyó durante los acuerdos de Grenelle. Basta decir que el ara tricolor se encuentra en la exacta intersección de Charles y Coco, como “Beloeil, el 14 de julio de 1972” se situaba en la exacta intersección del jardín a la francesa y la fiesta nacional. Las dos intersecciones se confirman mutuamente. En su adición, encontramos una y otra vez a Francia como una nominación imaginaria.
Evocando al pájaro parlero, Lacan encuentra a la nación parlanchina. Pero la trayectoria de su tiro es mucho más precisa: no se trata sólo de Francia como hablante, sino de lo que autoriza a decir que Francia sea hablante, a saber, su lengua.
No es necesario comprender “ser hablante” [être parlante] como un sintagma nominal (ese que Lacan sustantiva en parlêtre), sino más bien como un sintagma verbal, combinando el verbo “ser” al infinitivo y un participio presente en función de atributo de complemento de objeto. “Por el hecho de que se lo diga ser hablante” = que se diga de él que es hablante y no que se diga de él que él es un ser hablante. A no ser que el equívoco sea intencional. Lacan golpea en el corazón de la ilusión nacional. Ésta consiste en hacer pasar a la Francia por un ser hablante — un parlêtre. La voz de la Francia, como se la conoce.
Sin embargo, Francia no es un parlêtre; ahí se habla, eso es todo. Hay una lengua, claro, pero se la imaginariza desde el momento en que, llamándola francesa, se la inscribe en el registro de lo nacional. Desde el momento en que se la convierte en el pegamento imaginario de un grupo. A partir de ese momento, se la desanuda del real del ser hablante para transformarla en un grito mimético. El ara tricolor se convierte, al cabo del post-scriptum, en el nombre indistinto de la Francia locuaz, de su lengua nacional y de su pasión por la pluma [plume], entre brío [panache] y plumíferos [plumitifs].
Es por lo que el ara tricolor no tiene sexo para explorar. Mediante él se blasona una nominación imaginaria; el sexo, en cambio, toca algo real. Pero ¿qué con la clasificación de “hetero —”? Téngase en cuenta el guion; este guion marca el lugar de una variable lógica; a cambio, constituye hetero como funtor. Se trata de la función “Hetero” que las escrituras de L’Etourdit asignan a la vertiente femenina. Lacan usa ocasionalmente el griego para designarla.[6] Pero el griego estaría fuera de lugar cuando se trata del adjetivo francés en tanto francés. Lacan alude aquí a la insistencia de lo femenino en lo legendario del nombre: La Francia (como se dice La Mujer); Marianne; la Marsellesa de Rude; la Libertad de Delacroix; la República, convertida en estatua sobre las plazas; la Sembradora de los sellos antiguos. En sentido propio, la Francia da el La; entendámonos: el artículo femenino singular, del cual no es importante determinar el sustantivo que sigue. Es suficiente con saber que, en la estricta lógica de totalidades, La — no existe. Y por eso “La Francia no existe”. Imagen invertida del real, la ideología francesa se basa en el axioma contrario: “La — existe”, de lo cual se desprende el mitema: “la Francia habla”. Consigna del loro.
En el transcurso del post-scriptum se retoman, concentrados en “hetero —”, las escrituras de la sexuación, que uno halla desarrolladas en L’Étourdit. En el transcurso de L’Étourdit, la locución “a la francesa” sitúa la línea de interpretación del post-scriptum por venir. El post-scriptum, a su vez, cobra vida con una cadena homofónica; cada anillo da lugar a un sentido nuevo, en su anudado con el anillo anterior, pero su encadenamiento se sostiene de una repetición silenciosa: las tres palabras “a la francesa”, repetidas sin cesar en los intervalos. En estas tres palabras se combinan el femenino gramatical y el significante nacional; a través de ellos se articulan, uno a otro, L’Étourdit, la datación y el post-scriptum, mediante el jardín. Sin ellos, todo se deshace. Con ellos, todo está anudado: fecha, lugar, Charles I, Coco, ara, escrituras de la sexuación. El post-scriptum introduce el nudo borromeano en la escritura.
Podemos intuir que a su reverso está escrita una nota de despedida. L’Étourdit le da licencia a Freud, pero también a los viejos esfuerzos del jardín a la francesa. Después del jardín, el post-scriptum rompe con todo lo que se pueda decir “a la francesa”: la República, devenida policiaca después del Gran Miedo de Mayo, la Revolución que sedujo a tantos allegados de Lacan, pero también y sobre todo la lengua, desde siempre imaginarizada. Desprendiéndose de ello, Lacan señala estos objetos para llamar la atención. ¿Alguna vez he dejado de seguir ese tenso dedo índice?
Traducción al español por Jaime Ruíz Noé
[1]L’Étourdit fue publicado en Scilicet, nº 4, 1973, pp. 5-52. El texto fue retomado en Autres écrits, Seuil, 2001, pp. 449-495. El post-scriptum se halla en la p. 52 de Scilicet y en la p. 495 de Autres écrits [existe traducción al español: “El atolondradicho”, en Otros escritos, tr. Fraciela Esperanza y Guy Trobas, Paidós, Buenos Aires, 2012, pp. 473-522].
[2] “L’Étourdit”, en Autres écrits, op. cit., p. 457.
[3] El texto fue publicado en 1947 en L’Évolution psychiatrique; luego, fue retomado en Autres écrits, op. cit., pp. 101-120 [existe traducción al español: “La psiquiatría inglesa y la guerra”, en Otros escritos, tr. Vicente Palomera, op. cit., pp. 113-133].
He aquí el último de mis envíos antes de tu partida. Te advierto que será distinto a los anteriores. De hecho, si alguna vez me decidiera a publicar lo que a continuación voy a contarte, creo que sería conveniente incluir una breve digresión, la cual podría decir algo como esto:
¿Cuáles serán los motivos de la molestia, si no es que francamente del rechazo, que despierta en algunos el que alguien refiera un propio sueño, lapsus o acto fallido para dar cuenta de cómo se halla subjetivamente concernido en un asunto? Esta duda resulta aún más inquietante cuando los que así reaccionan pertenecen al gremio de los analistas. ¿Acaso no fue gracias a que Freud hizo públicos algunos de sus sueños, lapsus y actos fallidos que pudo dar cuenta de su descubrimiento? No parece que hayamos ganado mucho volviéndonos celosos dueños de nuestras propias formaciones del inconsciente, como si se tratasen de íntimos tesoros que habría que mantener en secreto. ¿Será que aquellos que critican esa puesta a cielo abierto ponen bajo sospecha que tales formaciones hayan ocurrido tal como se las relata? Imposible sería pretender convencer de la veracidad de lo dicho, pues la duda de si así fueron efectivamente siempre puede terminar por impugnarlo todo. Si el lector de estas líneas considera que sale sobrando que el autor exponga cómo se halla implicado subjetivamente, lo mejor sería que aquí mismo detuviera su lectura.
Fin de la digresión. Lo que tal vez podría resumirse con una frase: no voy a pedirle a nadie que me crea. Apelo a la libertad del lector.
Alguna vez ya te lo había dicho y tu única reacción fue echarme una mirada de soslayo. Esas cosas pasan entre Itzel y yo. Con relativa frecuencia ella dice algo que yo estaba pensando antes de que yo se lo dijera o yo le digo algo que ella estaba pensando antes de que ella me lo dijera. De las varias ocasiones que eso ha tenido lugar, me viene a la mente una bastante ejemplar: iba yo caminando por la mañana rumbo al consultorio, luego de salir de una sesión de análisis. Al pasar frente a una tienda, eché un vistazo a su interior, donde vi un refrigerador que contenía varios productos, incluidos envases de yogurt. De pronto me acordé: no me había llevado la colación del día, que consistía en un vaso de yogurt. En ese preciso momento me llegó un mensaje de Itzel por WhatsApp: “¡No te llevaste la colación!”.
Una simple casualidad, dirás. He aquí otro ejemplo: íbamos en el coche y luego de avanzar algunas cuadras nos detuvo el semáforo. Íbamos en silencio, cada uno sumergido en sus propios pensamientos. Una serie de asociaciones me llevaron a recordar a Abraham, uno de nuestros amigos en común. Y, en ese exacto momento, ella dijo algo que tenía que ver justamente con… Abraham. Sucesos como este último han sido bastante más frecuentes: la coincidencia de una idea, un pensamiento, una palabra e incluso un recuerdo que parece llegarnos al mismo tiempo. Nunca nos hemos referido a esos sucesos con términos como “transferencia de pensamientos” o “telepatía”, sino que, incluso mucho antes de interesarnos por el psicoanálisis, siempre hablamos de esa conexión… y no precisamente telefónica, como Freud procuraba explicarse la comunicación telepática.
No creas que no me he dado a la tarea de analizar cómo o por qué suceden tales cosas. He llegado a examinar qué pudo haber despertado en ambos el mismo pensamiento (pero ¿en verdad se trata del mismo?) y, desde hace ya un tiempo, cada vez que ha pasado le he pedido que recuerde cuál fue la cadena de pensamientos —su train of thought, como se dice en inglés— que la llevaron a uno en particular, a ese último que coincidía o resonaba con el mío. He puesto a prueba la conjetura de que quizás ambos vimos o escuchamos algo que pudiera haber evocado lo mismo. A pesar de ello —o debido al ello, a la Groddeck— la mayoría de las ocasiones no hay punto en común. Tal pareciera que simple y sencillamente arribamos a un mismo pensamiento. ¿Qué clase de brujería es esa?
Hay una frase desperdigada con frecuencia en redes sociales que se le atribuye a Freud: “Si dos personas piensan igual en todo, puedo asegurar que una de ellas piensa por las dos”. No recuerdo habérmela encontrado en alguna de sus obras, lo que me hace pensar que tal vez es espuria. Lo cierto es que, para Freud, la transferencia de pensamientos era unidireccional: por ejemplo, de Elfriede Hirschfeld al adivino, para que este último le regresara su deseo puesto en palabras. Sin embargo, en las situaciones de las que te hablo es imposible discernir quién lo pensó primero. ¿Es un pensamiento mío el que ella toma o es que yo me apropio de sus pensamientos? Es ahí donde se muestra muy claramente la dificultad localizada por István Hollós: no es posible definir quién es el emisor y quién el receptor de un mensaje telepático. Lo cierto es que hay algo mágico en esas situaciones que, ciertamente, nunca se repiten igual y menos de forma artificial. Resultan del todo impredecibles.
Al respecto, en Lo oculto: verdad indómita, Gloria plantea una distinción entre experiencia y experimento. Una experiencia puede ser única, irrepetible e, incluso, irrecuperable. Un experimento, en cambio, tendría que ser repetible bajo ciertas condiciones. En este sentido, tales acontecimientos sólo se los puede vivenciar a manera de verdaderas experiencias que irrumpen de un modo sorpresivo, pero no pueden ser objeto de experimentos que buscarían que sucedieran por una vía calculada, mesurada y controlada. Acontecen justo como cada una de las formaciones del inconsciente: un sueño, un lapsus o un acto fallido no puede ser planeados, sino que irrumpen en la vida de cada uno, a veces como si fuesen verdaderos intrusos. Qué se hace con cada una de esas formaciones del inconsciente ya es otro asunto: hay quienes las dejan pasar de largo, hay quienes no.
Lo que me lleva a contarte una escena de un sueño que tuve durante la noche del 22 al 23 de enero de 2020, tres días después del seminario “El trago amargo del ocultismo”, que Gloria impartió en la Casa Universitaria del Libro. En dicha escena veía a los agentes Fox Mulder y Dana Scully de Los expedientes secretos X, quienes se encontraban a la mitad de una investigación, como si estuvieran buscando algo con premura e inquietud. El lugar en el que se encontraban era una oficina que estaba llena de papeles y documentos.
No está de más decirte que llevaba años sin recordar ese programa de televisión que tuvo una particular relevancia para mí en la niñez. En ese entonces, ver los episodios me generaba una extraña mezcla de emoción y miedo. La loca idea de convertirme en un agente del FBI cuyas investigaciones giraran en torno a sucesos raros, extraños, incomprensibles y paranormales tuvo su impronta. Pero ¿por qué particularmente había visto una escena así? Tuve una primera iluminación: los agentes Mulder y Scully nos cifraban a Itzel y a mí. En primera instancia, porque ambos habíamos pasado varias semanas investigando a propósito del tema del ocultismo: entre documentos y papeles, leyendo diversos textos, buscando publicaciones y referencias, etcétera. No hay nada de raro en esto: es parte del trabajo previo a un seminario. Y si bien los extraterrestres y los ovnis no tenían relación alguna con los temas que se iban a tratar, lo cierto es que Mulder y Scully no se dedicaban únicamente a esos asuntos sino a fenómenosparapsicológicos, ¿no es cierto?
La transferencia de pensamientos, la telepatía, la telequinesis y otros fenómenos calificados de inexplicables han terminado en ese cajón de sastre que es la parapsicología. No puedo dejar pasar el hecho de que una de las lecturas previas al seminario fue El psicoanálisis, ¿es un ejercicio espiritual? de Jean Allouch, donde se pueden leer las siguientes líneas: “no hay ninguna razón para dejarles a los parapsicólogos el estudio de un gran número de fenómenos sobre los cuales los lacanianos hasta ahora no dicen una palabra”, agregando además que “el nacimiento y el desarrollo del movimiento psicoanalítico son exactamente contemporáneos del nacimiento y el desarrollo de otro movimiento, el movimiento parapsicológico”. Haciendo eco de estas líneas, Gloria preguntó en su seminario (y también en su libro): ¿qué objetos ha desatendido el psicoanálisis con el pretexto de que el espiritismo se hace cargo de ellos? Una pregunta así también puede extenderse a todos esos fenómenos que se ponen a cuenta del campo de lo parapsicológico y lo paranormal.
Otras asociaciones me llevaron a pensar en lo que había sucedido en el transcurso de ese día: como cada miércoles, nos habíamos reunido en un grupo de lectura (con Adriana, Víctor, Esaú, César e Itzel) para trabajar diversas cuestiones sobre psicoanálisis, y en esa ocasión en particular hablamos del seminario de Gloria. Dejando a un lado el cotilleo, hablamos de nuestras impresiones, del ocultismo, de nuestras propias experiencias e intercambiamos varias situaciones que al menos podrían calificarse de “curiosas” y que habrían tenido lugar durante el contexto del análisis. Entonces Adriana lanzó una pregunta: ¿creen o no en la transferencia de pensamientos? Cada uno se pronunció al respecto, pero mi respuesta fue un simple eco freudiano: no creo, pero estoy dispuesto al convencimiento. La califico así porque Freud había dicho justo eso con respecto a la telepatía: “no convencido del todo, y sin embargo presto al convencimiento”.
Ese desplazamiento de “convencimiento” a “creencia” jugó su parte: el sueño se conectaba con esta respuesta, pero corrigiendo su contundencia. La iluminación iba cobrando apoyo literal. Quizás recuerdes el póster que estaba pegado en una de las paredes de la oficina donde se almacenaban los expedientes X. Le pertenecía al agente Mulder y su imagen mostraba un ovni sobrevolando unos árboles, con una leyenda debajo que decía I Want to Believe. Esa imagen caracterizaba particularmente la actitud del agente Mulder hacia todos esos fenómenos inexplicables, y se enlazaba con la pregunta lanzada por Adriana. No era suficiente una disposición para el convencimiento, sino una volición puesta en acto. La actitud del agente Mulder era más bien de quien sale a la búsqueda de esos fenómenos. La pregunta de Adriana cobraba un alcance mayor: creemos o no en esos fenómenos inexplicables que muchas veces han sido etiquetados como parapsicológicos y paranormales. Mi respuesta freudiana era así corregida: no sólo dispuesto, sino en pos de ello, lo que subjetivamente no es poca cosa.
La cuestión de la creencia no estuvo ajena a los temas abordados durante el seminario de Gloria, lo que también quedó plasmado en su libro. Puedes ubicarlo en la página 30, donde menciona que, desde 1901, una palabra tan cotidiana como Glauben (creencia) se fue introduciendo cada vez más en la escritura freudiana hasta devenir un término propiamente analítico. Esto último me llevó a pensar: ¿de verdad se puede ser incauto del inconsciente —de sus cifras, signos, formaciones, manifestaciones, revelaciones o como quieras nombrarles— sin participar de una suerte de creencia? Una pregunta así me lleva a evocar el gesto freudiano al que Gloria le pone un especial énfasis, porque se trata precisamente de cómo estaba jugado Freud subjetivamente en este asunto: su cambio de posición, su paso de la reticencia y la ambivalencia a la convicción fue a raíz de ese atisbo de creencia que surge de lo que sucede en la propia experiencia y no de un saber referencial. Así fue como pudo tener una actitud más amistosa (freundlicher) hacia tales fenómenos, renunciando al prejuicio que imponía la censura de la época y los ideales científicos de sus contemporáneos (como los del Dr. Jones). Para decirlo de otro modo: Freud se permitió darles el beneficio de la duda. ¿Y por qué no? Si, como te había dicho antes, ese mismo tipo de fenómenos estuvieron en los orígenes del descubrimiento freudiano del inconsciente.
Ya sabemos quiénes objetaran el asunto, enfatizando el costado de la ciencia. Pero ¿es que acaso la creencia no juega una parte importante para dar cuenta de las formaciones del inconsciente? Y cuando me refiero a creencia no me refiero a una especie de fe religiosa, sino a algo más cercano al argumento por abducción de Peirce. Una suerte de “sí, creo que por ahí va la cosa, pero tampoco tengo una prueba irrefutable de ello”. Para aquel que no cree en el inconsciente, un lapsus no será sino un vil error; un sueño, puras imágenes proyectadas en cierta zona del cerebro; los actos fallidos, simples defectos en la atención que carecen de significado alguno. En contraste, aquel que cree que los sueños, los actos fallidos, los lapsus y ciertos actos forman parte de las manifestaciones del inconsciente, tendrá quizás una disposición para su desciframiento. No tanto qué quiere eso decir, sino qué de decirse quiere eso (¿dónde leí esta frase?).
Gloria también menciona que, durante el contexto del análisis, dichas coincidencias y resonancias no son designados por Hollós como milagros, pero que no duda en reconocerles un carácter milagroso. Y antes de que objetes que ese es otro terminajo religioso, admite con ella que vale la pena reconducirlo a su origen latino: mirari significa admirarse, contemplar con asombro y estupefacción. En última instancia, se trata de acontecimientos no tan ínfimos que ocurren condicionados por el amor de transferencia. En otros contextos, el amor juega su parte. Sin embargo, aquellos que le apuestan todo al amor, que tanto peso le cargan al pobre, querrán ver en esos hechos unas verdaderas e inefables señales divinas, signos que les indicarían que algo o alguien los ha unido. Estarás de acuerdo que no podríamos culparlos: así es el amor cuando pretende hacer unidad de dos (o de tres, o de cuatro, o de cinco). Pero quizás hay otro lugar que se asienta no en el amor para reunir sino en una forma de espiritualidad que singulariza.
Tomemos la paráfrasis de dos citas de Lacan bastante alejadas en el tiempo de su enseñanza, ambas trabajadas en el libro de Gloria: si en tales intercambios telepáticos se pone de manifiesto que el inconsciente es el discurso del Otro (1953), lo que ahí se muestra no es un tercero que une, a la manera de un ser o un ente divino, sino un entre que se interpone en la relación, una suerte de agujero o un vacío (1972). Ahora bien, valiéndonos de los últimos planteamientos de Allouch sobre las dos analíticas, ¿qué pasa cuando dos (o tres, o cuatro, o cinco) encallan en la playa de la inexistencia de la relación sexual, del Otro del Otro y del goce del Otro? No sólo se escaparía a cualquier tipo de reificación del Otro, sino que además se alcanzaría una libertad que no se dejaría regular por objeto alguno. Ahí no tiene lugar una comunidad (palabra que en sí misma contiene el fracaso para alcanzar esa inexistencia: como unidad) sino singularidades solitarias mas no aisladas. Podría equivocarme, pero creo que es a eso a lo que apunta Allouch con la así llamada analítica soltera, en la cual la espiritualidad —que incluye en su seno esa verdad indómita de lo oculto— no se confunde en nada con lo religioso, como bien señala Gloria.
Mejor aquí la dejamos antes de que me acuses de andar errando.
P.D. Al buscar representarse lo irrepresentable, Freud echaba mano de una metáfora telefónica para dar cuenta de la comunicación entre inconscientes, mientras que en 1927 la revista Punch (de la que Jones era un asiduo lector) presentaba un transmisor de pensamientos con la leyenda Wireless Telepathy: A Perfect Reception [Telepatía inalámbrica: una recepción perfecta]. ¿Te imaginas si Freud hubiera conocido las conexiones inalámbricas como el Bluetooth? No me cabe duda alguna de que hubiera echado mano de eso para explicarse el fenómeno. Dirás que no me lo tomo en serio, pero no es así. ¿Sabías que en 2014 un experimento español dice haber conseguido retransmitir palabras a larga distancia valiéndose de un casco transmisor de actividad cerebral por vía Bluetooth? La realidad también tiene estructura de ficción. Es justo aquí donde la paradoja derridiana podría irrumpir otra vez: la ingenuidad creería que en la era de las telecomunicaciones —que no son otra cosa mas que comunicaciones a distancia— se salvaguarda más que nunca el arribo de un mensaje a su destino, pero no se trata sino de una artimaña por un efecto de sentido: es todo lo contrario.
Todavía no me explico por qué se me olvidó mi ejemplar de Lo oculto: verdad indómita cuando me decidí a escribir una reseña, pero tal vez la consecuencia sea afortunada. En estos envíos me he dado cierta libertad que no me habría permitido de otra manera. Por su forma, carecen de originalidad alguna, pues emulan aquellos que fueron reunidos por Jacques Derrida en La tarjeta postal y Telepatía. Un asunto que me tiene sin cuidado ¿sabes? Desde hace un rato pienso que la originalidad no es mas que un accidente. Así, pues, esta no será una reseña y te advierto que aquí no recurro a ningún artilugio magritteano del tipo “esto no es una pipa”. A no ser, por supuesto, que esta sea una denegación, y con ella levante una paradoja digna de Epiménides: no vayas tú a creer que estoy denegando.
Y hablando de Derrida… ¿por qué te sorprendió que Gloria lo introdujera en su libro? Si bien es cierto, como dices, que los lacanianos no son nada afectos a Derrida, también es cierto que el trabajo de Gloria no cae en lo que comúnmente se designa bajo el calificativo de “lacaniano”. Creo que incluso se ha vuelto necesario dar un paso al costado del lacanismo, su vertiente más recalcitrante y dogmática. Quizás por eso Gloria se ha sentido interpelada por temas como la contratransferencia y el ocultismo, dos asuntos que han permanecido en un espeso silencio entre los lacanianos. Otro tanto podríamos decir del affaire con Derrida, pues me parece que, al introducirlo en su trabajo, escapa de otro malestar que caracteriza a lo peor del lacanismo: una suerte de rechazo a todo aquello que provenga de un punto de exterioridad, especialmente cuando adquiere un tono crítico.
Seguramente has escuchado los prejuicios más machacados entre los lacanianos para descalificar a Derrida: que no practicaba el análisis, que nunca se analizó y, para acabar pronto, que lo suyo era la filosofía. Es verdad que estas diatribas no han sido dirigidas con exclusividad a Derrida y que no justifican el rechazo visceral que a veces ha despertado, pero es que creo que en su caso hay otros asuntos que han levantado furores: las críticas que hizo a algunas de las tesis de Lacan (en especial a “El seminario sobre La carta robada”), su posicionamiento con respecto a la relación entre ética y psicoanálisis (cuya etificación, curiosamente, ahora también es abanderada por ciertos lacanianos afines a lo políticamente correcto), su concepción ampliada de “análisis” que le llevó a decir que él mismo era analista “a sus horas” (lo que tiene todo el semblante de una provocación).
Personaje polémico, de eso no hay duda. Aún así me pregunto: ¿por qué sería preferible descalificarlo o ignorarlo antes que intentar responder a sus críticas? Los que así lo hacen, ¿consideran que no vale la pena, que aquello que dijo es intrascendente, que el análisis se sitúa en coordenadas tan distintas que ni siquiera habría que hacer el esfuerzo por leerlo? El sesgo político que algunos adoptan tiende a ser el de ignorar, hacer como si nunca hubiera pasado, mientras que otros adoptan actitudes que francamente me parecen desmedidas. Se dice que, durante un seminario, un digno militante de ese lacanismo recalcitrante dijo con orgullo que luego de leer La tarjeta postal de Derrida había tirado el libro a la basura. Sin comentarios.
A mí me sorprendió hallar a Derrida en el libro de Gloria por otras razones. Hace tiempo, durante un trabajo de cártel, César Casiano (a quien seguramente conoces) hizo algunas referencias a propósito de Letra por letra de Allouch, y en especial a la idea de una fragmentación al infinito de la letra o carta (en francés: lettre) que tendría como consecuencia la inminente posibilidad de extraviarse. Se trata de una tesis derridiana en clara contraposición a la de Lacan, para quien la letra o carta es indivisible y siempre llega a su destino (frase que cierra el “Seminario sobre La carta robada”). Allí había un debate importante que no podíamos pasar inadvertido. Nos remitimos a varios textos y la discusión se puso bastante interesante, porque no alcanzábamos a ubicar de dónde surgía la objeción de Derrida. Había algo elusivo, difícil de discernir para nosotros en ese momento. En esas honduras nos hallábamos cuando otro miembro del cártel nos invitó a revisar esos temas… en otra parte. Podrás imaginarte que el cártel no duró mucho después de eso.
Pues bien, al llegar a las páginas 119 y 120 de su libro, Gloria cita un fragmento del texto Telepatía de Derrida que vino a esclarecer este asunto: “es porque hay telepatía que una carta siempre puede no llegar a su destino”. Tuve que detener mi lectura de inmediato; me acababa de caer el veinte. Es que la tesis de Derrida adquiere un alcance completamente distinto cuando se la pone en relación con el planteamiento de István Hollós: si la telepatía pone en cuestión quién es el emisor y quién el receptor de un mensaje telepático, lo que a su vez pone en entredicho cuál es el sentido del mensaje, entonces… una carta siempre podría no llegar a su destino. No se trataba de una mera disquisición especulativa: Derrida ponía el acento en un costado que quedaba por fuera del esquema lacaniano del recorrido del significante tal y como este fue esbozado en el seminario dedicado al cuento de Poe.
Aún hay más: yo ya había leído otro pasaje que Gloria cita en la página 119, proveniente del libro El psicoanálisis ¿es un ejercicio espiritual? de Allouch, pero no fue sino con su traducción y comentario que pude ubicar mejor su contundencia: según Allouch, no sólo no ha habido una respuesta a la aguda crítica que Derrida hizo de “El seminario sobre La carta robada”, sino que, de hecho, ya no es factible atenerse al esquema que ahí fue presentado. Las experiencias telepáticas, por ejemplo, ponen en entredicho el recorrido de la carta tal como fue presentado en dicho estudio, en el cual los lugares del emisor, el receptor y el mensaje se hallan claramente localizados. Las experiencias de Hollós, reunidas y expuestas por Gloria en el tercer capítulo de su libro, dan cuenta de esta dificultad: una palabra o frase cuya resonancia alcanza al analista, ¿fue un mensaje dirigido a él o fue él quien le envío dicho pensamiento al analizante? El sólo hecho de abrir esta pregunta permite desplegar toda una serie de consideraciones sobre el ejercicio del análisis.
Una de ellas atañe a una concepción aún muy extendida: la del análisis como una situación binaria y unidireccional, en la cual se cree que estaría bastante claro que el mensaje iría de uno (el analizante, como emisor) al otro (el analista, como receptor), cada uno contando con su propio inconsciente personal. Pero una concepción del inconsciente en estos términos sigue siendo partidaria de una noción de individuo, de algo que sería más propio del sujeto psicológico. El trabajo de Gloria sitúa las cosas de otra manera frente a ese planteamiento que sigue estando muy difundido y, en ese sentido, atiende a un panorama que en efecto parece ser el de una crisis del ejercicio analítico.
La situación analítica no se establece a partir de una relación de a dos sino de tres, se precisan tres, es más —como Antonio Montes de Oca lo expuso alguna vez en un coloquio— no hay dos sin tres (ni cuatro, ni cinco, ni seis). Ese tercero no ha de ser comprendido como un ser ni como un ente en común que establecería una relación entre analizante y analista. Eso sería decantarse por un vínculo religioso, como el establecido entre Daniel y Nabucodonosor por obra de Dios a causa del sueño que les mandó a ambos, cifrado para uno, descifrado para el otro. Por el contrario, el tercero del que se trata en el análisis se interpone entre analizante y analista, como un agujero o un lugar vacío. Ese tercero hace obstáculo a la relación. Es parte de lo que, en última instancia, permite concebir al análisis como un ejercicio espiritual, un cierto ascetismo que permite desembocar precisamente en la inexistencia del Otro.
No deja de ser interesante que, hace casi cuarenta años, Derrida planteara que la telepatía objetaba la tesis lacaniana de que una carta siempre llega a su destino, pero que dicha tesis haya sido tan desatendida. Derrida llega hasta plantear que no es posible una teoría del inconsciente sin una teoría de la telepatía. Estoy de acuerdo: el inconsciente no puede quedar ajeno a tales experiencias, y el esquema clásico de la comunicación resulta insuficiente. Seguramente ya habrás advertido por dónde va mi hipótesis: la resistencia de los analistas a los fenómenos del ocultismo, aunada al rechazo a toda crítica proveniente de un punto de exterioridad, no permitió leer lo que Derrida había escrito con todas sus letras. ¿Qué consecuencias tendrá esta nueva lectura? No lo sé, pero creo que sería mejor no reincidir en los debates del tipo “Lacan o Derrida”, una oposición asumida en su momento por Marcelo Pasternac. Quizás habría que concederles menos peso a las credenciales analíticas y acentuar más la importancia de lo que tiene lugar en el ejercicio mismo del análisis.
De ahí que surja una pregunta decisiva: ¿cuál es el estatus de un mensaje telepático? Gloria hace bien en no cerrar el tema, pues se abstiene de ofrecer una respuesta definitiva, pero coloca las cartas sobre la mesa. ¿Se trata de un signo que le significa algo a alguien, en este caso al analista? Algunas de las experiencias recogidas en su libro permiten pensarlo así, en especial por el carácter iluminativo y sorpresivo que las caracteriza. ¿O se trata acaso de un significante, situado por fuera del sentido y que habríamos de retomar en su estricta literalidad? En este último caso el desciframiento no quedaría excluido, sino que hasta cierto punto sería convocado. Tal vez el asunto no se pueda resolver a nivel de una disyuntiva excluyente. Lo cierto es que el mensaje telepático desordena nuestras categorías.
Gloria también destaca el costado de la cifra que, sin pretensiones de erigirme en adivino, presiento que cobrará una importancia cada vez mayor y quizás hasta llegue a desplazar la tan lastrada noción de significante. Estarás de acuerdo conmigo en que algunos de los términos del psicoanálisis lacaniano (significante, deseo, estructura, goce, falo, etcétera) se han convertido en monedas corrientes que han perdido su valor. Algo similar ha ocurrido con algunos aforismos (“no hay relación sexual”, “la mujer no existe”, “el deseo es el deseo del Otro”) repetidos una y otra vez por los lacanianos. Y si bien muchos coinciden en que no hay que permitir que se anquilose el ejercicio del análisis, creo que también vale la pena procurar que la escritura que concierne a dicha experiencia encuentre otros recursos. Los últimos trabajos de Allouch persiguen un objetivo así al hablar de voluntad, libertad, sublevación, apprivoiser, llegando incluso a proponer dos analíticas del sexo. No me cabe duda de que el libro de Gloria se inscribe en esta línea, pero explorando otros terrenos en barbecho o francamente abandonados por ese lacanismo recalcitrante. Ve tú a saber qué recepción vaya a encontrar.
Ahora te voy a compartir una idea que se me impuso durante este ejercicio de escritura. Hay otro estatus de ese mensaje telepático que pude atisbar de forma latente en el libro de Gloria. En la versión en francés de la cita que retoma de Derrida, éste habla de una structure cartepostalée. Creo que coincidirás conmigo en que ese cartepostalée tiene un valor de neologismo. En la traducción al español se trasladó como “la estructura de la carta postal”, mientras que al inglés pasó como postcarded, lo que en ambos casos le resta a la expresión su fuerza neológica. Sin embargo, dicha expresión también apareció en los “Envois” de La carte postale de Derrida, como “la structure cartepostalée de la lettre” (p. 99), que en español quedó como “la estructura tarjetopostalizada de la carta” (p. 92), en un intento por salvaguardar el carácter neológico de la expresión.
Pues bien, ¿y qué con eso? La estructura de toda tarjeta postal —esa estructura cartepostalée— se compone por la conjunción de una imagen (un dibujo o una fotografía) y letras (una escritura), pero no se reduce ni a una ni a la otra. Se sitúa en el litoral del simbólico y el imaginario. La imagen de una postal no se limita a ser una simple ilustración de lo escrito, así como tampoco la escritura se acota a una remisión de la imagen. Si echamos mano de los términos utilizados en la “conjetura de Lacan” sobre el origen de la escritura (extraída por Allouch del seminario La identificación), podríamos decir que se trata de una estructura entre signo y significante. Lo que termina por problematizar esta misma distinción. No lo digo yo: en El psicoanálisis ¿es un ejercicio espiritual? hallarás que, haciendo eco del seminario De un Otro al otro de Lacan, Allouch pone en cuestión la tan clara separación entre signo y significante. ¿Será que el mensaje telepático tiene justamente una estructura como de tarjeta postal, una estructura cartepostalée que, a la manera de una imagen, nos hace signo, al mismo tiempo que su escritura convoca a su lectura, si no es que incluso a su desciframiento? Lo cierto es que se trata de una opacidad que nos lleva a dar tumbos.
Termino estas líneas con una ocurrencia que me vino a la mente: ¿has visto la imagen que ilustra Juntos en la chimenea, el primer libro de Gloria? ¿Te has percatado de que se trata de una tarjeta postal? Tal pareciera que tenía cierto carácter premonitorio, como anticipándose a algo que vendría después, ¿no crees? Una lectura que hago après coup (¿y por qué impedírnosla? Si el análisis se caracteriza por una temporalidad de lectura que es especialmente esa). Estoy casi seguro de que he visto la tarjeta original encima del entrepaño de un librero. Puede ser que esté ahí colocada simplemente como un objeto de decoración, pero lo que ahora me pregunto es si al reverso tiene algo escrito con puño y letra, o si permanece en blanco, aguardando el trazado de un mensaje; si alguna vez fue enviada y luego recibida, si ha tenido un emisor y un destinatario, o si permanece en demora; es decir, en última instancia de la letra, si ha cumplido con su función de tarjeta postal. Quizás algún día, si la curiosidad me gana, se lo pregunte a Andobas.
Post scriptum: A buena hora me avisas que te ausentarás por un tiempo, tendré oportunidad de hacerte llegar un último envío a propósito de algunas experiencias que rayan con lo oculto, sólo dame un par de días.
Recibí tu mensaje. Sí, la telepatía entendida como “distancia íntima” o “íntima distancia” también me hizo recordar lo que Sara Vassallo menciona sobre el oxímoron, como una oposición que encierra un real incomprensible. Si Gloria estuviese de acuerdo con este punto, no lo sé. ¿Por qué no le escribes y se lo preguntas? Lo cierto es que tu asociación no me parece desatinada. Según Lacan, el ocultismo era el real para Freud —esa erre que lo hacía errar— y, por supuesto, la telepatía era una parte muy importante de lo oculto freudiano, aunque él se decantaba más por la posibilidad de una transferencia de pensamientos. Por eso me extraña que haya quienes quieran ver en Freud a un cientificista recalcitrante. Una fama a la cual Jung abonó bastante.
A mí no me entusiasmó tanto Un método peligroso de Cronenberg, pero es verdad que ahí aparece el encuentro de Freud y Jung con los espíritus chocarreros, cuando escucharon unos misteriosos crujidos. Gloria se refiere a este episodio sin quedarse en lo anecdótico. Gracias a su lectura del libro de Granoff y Rey, localiza una importante clave para ese acontecimiento. Verás, Freud le dice a Jung que su disposición a creer en tales misteriosos fenómenos se esfumó “con la magia de su presencia personal”, es decir, su credulidad estaba condicionada por la magia (Zauber) de estar ahí (Hiersein). No fue cualquier víspera, sino aquella en la cual Freud le adoptó “como hijo primogénito” y lo ungió como “sucesor y príncipe heredero”. Esos dos estaban bien amarrados por el lazo transferencial. Y si bien Gloria menciona que dicha carta (16 de abril de 1909) les sirve a Granoff y Rey como rejilla de lectura, a mí me parece que es ella quien supo tomarla así.
Lo que no muestra la película es un momento posterior —que quizás habría servido mejor como material para una escena cómica— cuando Freud se dio a la tarea de examinar cuidadosamente si tales ruidos se repetían, en qué habitaciones, cuántas veces, con qué intensidad. Podrás imaginarte a Freud, puro en mano, invocando a los espíritus, desafiándolos a que continúen con sus travesuras, a que se le manifiesten. ¿Habrá estado nervioso, expectante o con una incólume serenidad? Sobra decir que todos los ruidos del mobiliario que escuchó después no volvieron a cobrar cariz fantástico alguno, pues el mago con sus encantos ya había regresado a Zúrich.
Por cierto, en mi envío anterior te mencioné que para la reunión del comité secreto en las montañas de Harz (lugar de connivencia de brujas, psicoanalistas y demonios), ya no contaban con la presencia de Mefistófeles. Erraste al creer que me refería a Jung. Supongo que pensaste eso por su predilección a andar “en tratos con el diablo” —título que Andobas le puso a uno de sus artículos— y cuya frase pertenece a un refrán que aparece en el Fausto de Goethe en voz de Mefistófeles. “¿En tratos con el diablo, y le temes al fuego?” Freud le dirigió este pasaje justo después de que el muy cándido doctor Jung le contara sus aventuras y desventuras con Sabina Spielrein. Los encantos del joven aprendiz de brujo no sólo causaban ruidos, también provocaban incendios. Pero no me refería a Jung sino a un personaje menos recordado en la historia del movimiento psicoanalítico: Wilhelm Stekel.
La ocurrencia me vino a la mente por una carta que Freud le dirige a Jung el 27 de abril de 1911, en la cual le menciona que Stekel es “irremediablemente ineducable, un espanto para todo buen gusto, el hijo admirable del caos”. Esta última expresión se halla inspirada en un pasaje del Fausto, en el que Mefistófeles se presenta así durante la noche de Walpurgis celebrada en Harz. Ateniéndonos a las palabras de Freud: si a Jung le gustaba tratar con el diablo —so pena de chamuscarse—, Stekel era el diablo en persona. Pero mi ocurrencia tiene otro trasfondo que ahora te cuento. Pienso que si escribiera una reseña sobre el libro de Gloria no sabría cómo introducir estas cuestiones. Quizás tú puedas sugerirme algo.
Mientras esperaba a que respondieras, estuve a la búsqueda de una referencia perdida. Desde hace tiempo yo juraba y perjuraba que alguna vez había leído una carta de Freud en la cual decía que Stekel sabía acerca del ocultismo. Quizás recuerdes que, luego de la exposición de Gloria en el coloquio “¿Cómo se escribe el psicoanálisis?” (en abril de 2017), me acerqué a decirle algo. Desde lejos tú me miraste un tanto suspicaz, pero no me cuestionaste nada. Lo que en aquel entonces le pregunté fue si en sus investigaciones sobre el tema del ocultismo había encontrado alguna referencia a Stekel. Me respondió que nada en particular. Luego volví a buscar la susodicha carta que según yo había leído en alguna de las correspondencias freudianas, pero ya no pude hallarla. ¿Había sido yo la víctima de una jugarreta de los espíritus chocarreros?
Empecinado, luego de revisitar cada una de las correspondencias y de las menciones a Stekel, al fin acabo de encontrarla en el lugar menos esperado: una carta de Freud a Ernest Jones fechada el 20 de noviembre de 1908. Te podrás imaginar que no fue el primer lugar en el que busqué, pues nada me llevaba a pensar que ahí estaría, dado que Jones era un vigoroso opositor del ocultismo. Lo que Freud escribió fue: “Sus comentarios críticos sobre el libro de Stekel [Estados nerviosos de angustia y su tratamiento] son obviamente reales, ha dado en el clavo. Tiene lagunas en teoría y pensamiento, pero tiene una buena idea del significado del inconsciente y lo oculto”. ¿Qué tal? El problema es que una golondrina no hace verano y hasta ahora esa es la única mención que he encontrado de Freud sobre Stekel con respecto al ocultismo. Lo cual no me impide hacer una serie de conjeturas.
Hace unos años escribí un artículo a propósito de la influencia que Stekel tuvo en Freud para la introducción del simbolismo onírico. En la vulgata psicoanalítica —expresión que alguna vez le escuché a Gabriel Meraz— se tiende a creer que lo de los símbolos siempre fue un asunto de Jung y que esa fue la razón principal de su quiebre con Freud, cuando la verdadera manzana de la discordia fue la libido (siempre lo es, ¿no te parece?). Pero quien realmente impulsó el tema del simbolismo al interior del movimiento psicoanalítico fue Stekel. No lo digo yo, fue Freud quien lo dijo en numerosas ocasiones, aún después de consumada la ruptura entre ellos.
Ahora bien, si algo caracterizaba la opinión de Freud sobre Stekel era su marcada ambivalencia. Al mismo tiempo que le reconocía un don especial para la interpretación de símbolos, se quejaba constantemente de su forma de trabajar (de su estilo, pues). En una carta dirigida a Jung el 11 de noviembre de 1909, Freud se refiere a Stekel como “una persona carente de disciplina y de sentido crítico”, que por desgracia “posee el mejor olfato de todos nosotros con respecto a la significación del inconsciente”, razón por la cual lo mejor era “retenerle y aprender de él, pero con desconfianza”. No te será difícil hallar similitudes entre estas líneas y aquellas enviadas a Jones. Una suerte de “sí, ese tipo es un problema, pero, mire usted, tiene un no-sé-qué-que-qué-sé-yo, por lo que más vale tenerlo cerca”.
Un par de años después, Stekel publicó El lenguaje de los sueños (1911), un mamotreto donde reunió una enorme lista de símbolos con sus respectivas significaciones (hoy diríamos: sus traducciones). Públicamente Freud se refirió a ese libro como parte de las investigaciones científicas del psicoanálisis, pero a Jung le escribió: “El nuevo libro de Stekel es, como siempre, rico en contenido —el cerdo encuentra las trufas—, pero, por lo demás, una porquería sin ningún intento de resumir, lleno de generalidades hueras y de nuevas generalizaciones torcidas, realizado con una negligencia increíble”. Vaya que era llevadito Herr Professor. Esa no sería la única vez que compararía a Stekel con un cerdo, dado que éste “hallaba” la significación de los símbolos oníricos “por vía de la intuición, en virtud de una facultad que le es propia de comprensión inmediata de los símbolos”, como escribió Freud en un agregado a La interpretación de los sueños en 1925. Lo más curioso es que, según esto, Stekel no fallaba en sus interpretaciones, pues Freud las “comprobaba” y a regañadientes las aceptaba.
Si extendemos la analogía freudiana, podríamos agregar que a un cerdo nunca se lo deja libre cuando de buscar trufas se trata, pues si así fuera se las terminaría devorando a la primera oportunidad. Hay que llevarlo amarrado y con un bozal bien colocado para que el recolector pueda hacerse de los preciados frutos. Y aún cuando también existen perros truferos (¿como aquellos empeñados en perseguir la verdad de la cosa freudiana?) con los cuales es más sencillo lidiar, el finísimo olfato del cerdo resulta de un don sin igual. La verdadera cuestión aquí es: ¿qué pudo haber recolectado Freud de Stekel con respecto a lo oculto? De una vez te digo que responder a esta pregunta no está nada fácil.
Siempre es grato hallar trabajos que coinciden con las propias intuiciones y conjeturas. En Freud y el ocultismo, Christian Moreau reconoce el mismo problema: no es posible definir a ciencia cierta qué tanta influencia pudo tener Stekel en Freud con respecto al ocultismo y la telepatía, pero ofrece una información muy valiosa. En su texto “Sueño y telepatía” de 1922, Freud narra un sueño calificado de “profético”, cuyo contenido fue leído como “un audaz desafío a las fuerzas ocultas” (carta a Ferenczi del 10 de julio de 1915), cuya audacia —Gloria destaca— lo llevó en el ocaso de su vida a virar su relación con la ciencia y lo oculto. Ahora bien, en dicha publicación, Freud afirma que su sueño se expresaba con todos los medios del simbolismo de la muerte estudiados por Stekel y agrega: “¡No dejemos de cumplir aquí el deber, con frecuencia incómodo, de la honestidad bibliográfica!” Quizás había otra razón para tener en mente a su antiguo discípulo: en 1918 Stekel publicó su libro El sueño telepático. Mis experiencias acerca de los fenómenos de clarividencia en la vigilia y el sueño. ¿Una mera coincidencia?
Moreau mantiene la opinión de que “al parecer fue la publicación del libro de Stekel la que determinó a Freud a abordar, a su vez, el delicado problema de la telepatía”. Quizás fue lo que levantó su autocensura, pues sabido es que si a Freud no le gustaba que sus allegados se le adelantaran, menos que sus antiguos discípulos y colaboradores lo hicieran. Moreau también agrega: “es asombroso, en efecto, comprobar la similitud de ciertas ideas desarrolladas por Stekel en su libro con las que retomó Freud ulteriormente, pero es difícil saber con exactitud en qué sentido se ejerció la influencia”. Y lanza una hipótesis: que si hubo una verdadera influencia, ésta sólo pudo haber germinado entre 1909 y 1911. Todo esto se mantiene a nivel de una conjetura, pero quizás a ti te interese seguir este hilo de Ariadna y ver a dónde te lleva.
Una cosa más (y ya regreso al libro de Gloria, para que no vayas a quejarte de que soy como aquellos que en un seminario dicen “yo más que una pregunta tengo un comentario” y, acto seguido, se avientan un rodeo inmenso que poco o nada tiene que ver con el tema): la explicación freudiana de la telepatía se vale de algunas hipótesis que a muchos han parecido una franca locura (razón de peso para no darle la espalda). En la 30ª de sus Nuevas conferencias sobre psicoanálisis, Freud menciona que el proceso telepático consiste en un acto anímico en una persona que incita en otra ese mismo acto anímico. Se trataría, por lo tanto, de una comunicación por vía de una transferencia psíquica directa, una forma de entendimiento más originaria y arcaica que habría sido puesta de lado a causa de la evolución filogenética. Gloria señala que, bajo esta perspectiva, la telepatía es concebida como precursora del lenguaje mismo. Podríamos decir: un lenguaje avant la lettre, cuya herencia actual sería la de una comunicación de inconsciente a inconsciente, sin intermediación del lenguaje. ¿Era así como Stekel hallaba las trufas del inconsciente?
Lo que me parece significativo es que, en el curso del desarrollo filogenético, que Freud construye echando mano de las ideas lamarckianas (que también disgustaban a Jones porque le rompían su imagen de Freud como hombre de ciencia), el primerísimo de los lenguajes, anterior a las palabras, habría sido el de los símbolos. En efecto, Freud concebía al simbolismo como el modo de expresión más antiguo de la humanidad, en cuyos orígenes se hallaba muy intrincada la sexualidad humana (razón por la cual muchos símbolos oníricos remitían a los órganos sexuales) pero, con el paso del tiempo y el desarrollo del lenguaje, habría ido desapareciendo hasta sólo conservarse algunos remanentes en mitos, cuentos, leyendas, refranes y en el folclor de los pueblos. En última instancia, si en el origen fue la telepatía, el simbolismo vino poquito tiempo después.
Debo confesarte que hay algo del abordaje freudiano que no termina por convencerme: así entendido, pareciera que sólo algunos poseerían la facultad de leer los pensamientos, de recibir mensajes telepáticos o de contar con semejante poder de intuición para colegir las significaciones del inconsciente. ¿No te parece que de pronto regresamos a los términos con los cuales A se refería a los antiguos intérpretes de sueños en el cuento de Erri de Luca del que te hablé en mi primer envío? Seres privilegiados, dotados de un don y una gracia que ni el mismo Freud poseía.
Pues bien, déjame decirte que si algo encontrarás en Lo oculto: verdad indómita de Gloria Leff es que la posibilidad de escuchar y leer de otro modo que cualquiera, acogiendo lo acontecimientos más sorprendentes que acontecen en la experiencia del análisis, no depende de un don sobrenatural, sino de una particular posición frente al saber y una apertura a escuchar lo extraño. Esa es la lección de István Hollós, a quien Gloria le impide su segunda muerte. “¿Eso es todo?”, te escucho preguntarme con un tono escéptico. No-todo, se escuchó por ahí decir a un lacaniano. Lo cierto es que para ejercer el análisis no se requiere de habilidades misteriosas sino de un contacto íntimo con el inconsciente. En ese sentido, no se trata de una iniciación, ni de adquirir una suerte de poder mágico sino, más bien, de la magia de estar ahí, en la trasferencia. Hay que dejarse incautar por el inconsciente —por sus signos y sus cifras— pero no por aquellos trúhanes (a punto estuve de escribir rufianes) que se pretenden poseedores de un saber oculto.
Hoy estaba decidido a empezar a escribir una reseña del libro de Gloria Leff… pero olvidé mi ejemplar en el consultorio. Querrás revirarme con la clásica: “¿y qué se te ocurre?” Pero no se me ocurre nada, así que ni empieces. Toda la semana anduve con el libro de la casa al consultorio y del consultorio a la casa. Y justo hoy que tengo tiempo para escribir… se me olvidó. Se me ocurrió, entonces, volver a escribirte, porque estoy casi seguro (pero ¿de dónde surge semejante seguridad?) que no has conseguido un ejemplar. En fin, quizás algo bueno surja de estos envíos que te hago (aunque, ¿siquiera los lees? Porque al anterior no respondiste).
Te voy a ser sincero: en un primer momento, la portada del libro no me dijo nada. ¿La viste cuando salió en Facebook? Un paisaje con una montaña al fondo… Sin embargo, la hoja legal aclara que se trata de un grabado del Brocken, el pico más alto de las montañas de Harz, y no fue sino hasta que leí el preludio que caí en cuenta del porqué de la elección de esa imagen: fue en Harz donde, en septiembre de 1921, se celebró la reunión del comité secreto —ese grupo de elegidos encomendados a salvaguardar el psicoanálisis—, en la cual Freud presentó algunas ideas al respecto de los así llamados fenómenos ocultos, en especial de la transferencia de pensamientos. Ahora bien, Gloria menciona también que el Harz era el lugar de connivencia para otro tipo de celebración: la noche de Walpurgis, cuando las brujas peregrinaban hasta allí para congregarse junto a demonios, espíritus y otros seres malignos.
Goethe evoca en dos ocasiones la noche de Walpurgis en su Fausto y sobra decir que Freud conocía muy bien dichas referencias. En la primera parte, mientras caminaban por la cordillera del Harz, Fausto y Mefistófeles se encuentran con el fuego fatuo que les servirá de guía, con el cual cantan una canción que inicia así: “En las esferas del sueño y la magia, / al parecer, estamos penetrando”. Momento de pasaje, pero también de iniciación. En la segunda parte, en cambio, la víspera es mencionada en voz de un Homúnculo: “hoy es la noche clásica de Walpurgis. No hay mejor ocasión para llevar todo a su propio elemento”. Una imagen me vino a la mente: los siete portadores del anillo —Freud, Jones, Abraham, Ferenczi, Sachs, Eitingon y Rank— viajando sobre divanes voladores hasta alcanzar la cima del Brocken para oficiar su reunión secreta. No obstante, ya para ese entonces no contaban con Mefistófeles… de quien te contaré en un envío posterior.
Sólo estando allí, en compañía de su comunidad de los anillos, Freud dio lectura a ese texto que hoy conocemos bajo el título de “Psicoanálisis y telepatía” (1921), pero que originalmente no era sino un “Informe preliminar”. Y si bien la reunión no se llevó a cabo durante la noche de Walpurgis (del 30 de abril al 1 de mayo), quizás a raíz de la elección del lugar, instalados en las esferas del sueño y de la magia, podríamos ver en ella un esfuerzo por llevar al psicoanálisis a su propio elemento, evocando las palabras de homúnculo fáustico. Pues si bien está claro que el psicoanálisis no surge del ocultismo, no podemos pasar por alto que varios fenómenos, a los que bien se les podría calificar de ocultos, jugaron una parte muy importante en el descubrimiento del inconsciente. Desde las enigmáticas cifras numéricas que vaticinaban acontecimientos futuros hasta las más abigarradas supersticiones.
Quizás no resulte desatinado pensar que, en aquella reunión, Freud hubiera querido retomar el alcance de su descubrimiento, en un momento en el que, como Lacan no dejó de recordar en sus primeros seminarios, en especial con su comentario de Más allá del principio de placer, el psicoanálisis se hallaba en crisis. Si retomamos los términos de la lectura lacaniana, fue durante la década de 1920 que Freud se vio impelido a descentrar nuevamente al sujeto, en la medida en que cada vez más se lo asimilaba al yo. La recuperación del ello de Groddeck, que desembocó en El yo y el ello (1923), estuvo en buena medida motivada por ese mismo esfuerzo (te habrías enterado si hubieras ido al taller de Pola en Tepoztlán). Por su parte, me parece que Gloria también enfatiza ese costado cuando menciona que no es casual que se reactive el interés por lo oculto en momentos de crisis del ejercicio analítico. Para pensarse: ¿cuál es la crisis (o las crisis) que aquejan al análisis en la actualidad?
Y hablando de olvidos (como el que tuve), sabido es que a esa reunión Freud no pudo llevar un caso ejemplar de la transferencia de pensamientos en el contexto de un análisis: el caso Forsyth/Forsyte/Vorsicht con su paciente el señor P. (que todo parece indicar que se trataba de Paul Bernfeld), asunto al cual Gloria le dedica varias páginas. Freud supo leer su propio olvido como la prueba de su “máxima resistencia” frente a la cuestión del ocultismo. Una resistencia que impuso un velo de censura que aún hoy en día resulta difícil levantar. En una entrevista con Inés Crespo, publicada en la revista Spy 2020, Gloria destaca, por ejemplo, cómo ella también tuvo que levantar su propia censura frente al tema. Se dice (y como en todo “se dice”, qué importa quién habla) que alguien allende del Atlántico le aconsejó no introducir el asunto del ocultismo en su anterior libro, no sé bien si restándole importancia del asunto o en un pretendido intento por evitar que su trabajo se desviara por ahí.
Lo cierto es que la censura frente al tema se mantiene y no dudo que haya quienes vayan a pasarlo de largo, al considerarlo irrelevante, una mera extrañeza en la historia del psicoanálisis o un raro episodio en la vida de Freud (ese es el sesgo que le da Jones), bastante convencidos como están de que el psicoanálisis no tiene nada que ver con cuestiones como la telepatía, la telequinesis, el espiritismo, los fantasmas, etcétera. Freud, por su parte, estaba advertido del rechazo que generaba la cuestión del ocultismo en algunos de sus contemporáneos, pero, aún con cierta ambivalencia, se mostraba menos ortodoxo de lo que algunos han querido retratarlo. A veces hace falta una buena cuota de coraje al interior del gremio de los analistas para abordar ciertos temas.
Otra cosa que desde un inicio me dejó intrigado fue ese “…y otros” en el subtítulo del libro. ¿No te da la sensación de que juega con una suerte de invocación, como si fuese una alusión a aquellos que son convocados durante una sesión espiritista? Freud, Hollós… y otros. Tiene un aire de misterio. En alguna parte Lacan menciona que los tres puntos marcan un lugar vacío. Sería como un agujero y, por ende, una separación, la marca de una distancia. Al final de cuentas, eso es la telepatía. La palabra está compuesta como un oxímoron: tele (distancia) y pathos (intimidad o tocar), a manera de una “distancia íntima” o una “intimidad distante”, aunque quizás podría ser más literal: tocar a la distancia, incluso conmover a la distancia.
Pero quizás no se trata de eso, y con esa frase “…y otros” se refiere a otra clase de aparecidos, es decir, los que aparecen entre las páginas de su libro: Sándor Ferenczi (“el astrólogo de los psicoanalistas de la corte”, como quería presentarse a sí mismo en Viena… aunque presiento que Nabucodonosor sí le hubiera cortado la cabeza cuando éste pidió que adivinaran su sueño), Carl G. Jung (cuyos mágicos encantos despertaron a los espíritus chocarreros que tanto asombraron a Freud), Helene Deutsch (quien fue la primera en reconocer que la transferencia era condición para esa otra transferencia, la de pensamientos); y también aquellos (aunque realmente son pocos) que se dedicaron a estudiar el tema, como Vladimir Granoff, Jean-Michel Rey, George Devereux, Jacques Derrida. Por cierto, Christian Moreau, autor de Freud y el ocultismo, se halla notablemente ausente, aún y cuando Gloria se remitió a él en varias ocasiones en su libro anterior.
Mención aparte merece Jean Allouch, pues sus trabajos resultan fundamentales en este libro. Y antes de que impongas objeción alguna, hete aquí una enunciación paranoica: no lo digo yo, lo dice ella. Desde hace varios años Allouch ha propuesto concebir el psicoanálisis como un ejercicio espiritual, un asunto que, sobra decir, también halló numerosos opositores. Presiento que con frecuencia aquellos que rechazan esa sugerencia son los mismos que con visceralidad rechazan la religión. Como te lo comentaba en el primer envío: confunden la magnesia con la gimnasia, o sea, confunden lo espiritual con lo religioso. Por eso me parece tan importante la manera en que Gloria aborda el asunto y cómo desde el inicio distingue lo religioso de lo que sería propiamente analítico. Como se dice: sabe hilar fino. Una metáfora que aparece de forma recurrente en su libro.
En efecto, Gloria menciona que tejer los fragmentos dispersos y las frases sueltas de István Hollós no hubiera sido posible sin los trabajos más recientes de Allouch; que su propuesta de abordar el psicoanálisis como un ejercicio espiritual fueron un hilo conductor a lo largo de su trabajo. Refiere de qué manera, con respecto al caso Forsyth/Forsyte/Vorsicht, Freud tuvo que echar mano del análisis para “desenredar los hilos” de aquella situación. Así como el hecho nada desdeñable de que Die Traumdeutung en húngaro no remite a la interpretación, sino a “Destejer los sueños»: Álomfejtés. Y, por si fuera poco, en el último capítulo de la primera parte Gloria se refiere a la telepatía como ese “hilo especial”, valiéndose de las propias palabras de Lacan. Es un libro de hilos, hilados, entramados, tejidos. ¿En qué consiste ese hilo especial que es la telepatía? A decir de Lacan, en una suerte de comunicación por vía directa; por ende, una suerte de transmisión que no requeriría de desciframiento alguno. ¿Cómo es esto posible? Lacan agrega que “el amor juega ahí su parte”. Un asunto de transferencia, por supuesto, pero, sobre todo, de contratransferencia.
Alguna vez ya te lo había comentado y ahora encuentro una confirmación: la contratransferencia es el hilo conductor —para seguir con la metáfora— que atraviesa los tres libros de Gloria: Juntos en la chimenea (2007), Freud atormentado (2016), Lo oculto: verdad indómita (2020). ¿Se trata acaso de una suerte de trilogía? No me refiero a que ella haya tenido la intención premeditada de escribirlos de ese modo, pero si los revisas te darás cuenta que transferencia y contratransferencia se hallan hiladas en cada una de sus obras: es la historia talmúdica de los dos hombres que luego de salir de la chimenea habrán de ir a lavarse la cara; son las errancias de Sigmund Freud con Elfriede Hirschfeld, a quien consideró como «su principal tormento»; es, finalmente, la magia de estar ahí, en la situación analítica, que hace que sucedan cosas francamente sorprendentes.
La transferencia de pensamientos no es ajena a la transferencia y la contratransferencia, de hecho se halla condicionada —atinada palabra de Helene Deutsch— por el lazo transferencial. Quizás podríamos hablar de contratransferencia de pensamientos, haciendo eco del señalamiento de István Hollós, retomado por Gloria: no es posible determinar quién es el emisor y quién el receptor de un mensaje telepático. Lo cierto es que es el analista quien acusa de recibo de dicho mensaje, ¿no? Sea bajo la forma de una curiosidad o incluso como un reproche de parte del analizante, el analista es quien se percata de ello. Ahí se pone en evidencia el costado contratransferencial del asunto, cuya incidencia en el analista puede llegar hasta el punto de descolocarlo. Pero, ¿en verdad era el destinatario de ese mensaje, de esa palabra cuya resonancia y efecto iluminativo provoca semejante sorpresa?
Tendrás que disculparme que aquí concluya este envío, pero no confío mucho en mi memoria para seguir remitiéndome a algunos pasajes. La pregunta permanece: ¿por qué se me olvidó el libro?
P.D. Un último artificio de mi tiempo libre: una tarjeta postal de los siete miembros del comité secreto frente al Brocken.
Acabo de terminar de leer Lo oculto: verdad indómita. Freud, István Hollós… y otros, el más reciente libro de Gloria Leff, y he pensado en escribir una reseña ¿sabes? Cosa curiosa, tuve ese pensamiento incluso antes de que apareciera el libro. Una anticipación que no es tan extraña como pudieras llegar a creer. Después de todo, su contenido no me era tan ajeno por el seminario que Gloria impartió a inicios del año pasado. Y si bien no puedo fechar el momento exacto en el que se atravesó por mi mente escribir algo así como una reseña, sé que la idea llegó durante las primeras semanas de noviembre de 2020, mientras leía Hora prima de Erri de Luca. Ni vayas a creer que mi memoria es tan buena como para recordar cuándo leí ese libro. Pude ubicar la fecha porque compartí algunas citas en Facebook y busqué cuándo hice esas publicaciones antes de escribirte estas líneas. El capítulo titulado “Los clientes de los sueños” fue el que me hizo recordar el aún no aparecido libro (extraño ¿no crees? Recordar algo que aún no ha tenido lugar).
Se trata de un breve diálogo entre A y Z, un hombre y una mujer. El diálogo lo inicia A, quien se queja de los líos que ha causado la interpretación de sueños en los últimos tiempos, pues, en su opinión, Freud los habría reducido todos a una pesadilla sexual en la cual uno se debate contra el incesto y la muerte de los padres, como si en nuestras noches se representaran actos de tragedias griegas. Y para destacar que antes no era así, evoca el mayor prodigio en toda la historia de la interpretación de los sueños tal como es narrado en la Biblia. Seguramente pensarás que se trata del episodio en el cual José le interpreta su sueño al faraón, el mismo que Freud retoma en La interpretación de los sueños para ejemplificar y descartar el método de interpretación simbólica. Pues bien, no es así, se trata de otro pasaje del Libro de Daniel, al cual —que yo sepa— ni Freud ni Lacan se refirieron jamás.
Una noche, el rey Nabucodonosor despierta una vez más aterrorizado por una pesadilla que se había vuelto recurrente. Al día siguiente, convoca a sus magos, hechiceros y astrólogos para que le expliquen el significado de su sueño, pero los agarra por sorpresa: no está dispuesto a contarles qué ha soñado, espera que ellos adivinen cuál ha sido su sueño y que, además, le digan cuál es su significado. ¿Puedes creerlo? Ninguno de ellos sabía qué hacer. ¿Te imaginas? ¿Qué pasaría si un día de estos decidieras no contarle uno de tus sueños a tu analista y le pidieras que él fuera quien lo adivinara? La escena resultaría bastante desconcertante, inclusive cómica. Pero el episodio bíblico muy pronto vira a lo trágico, pues el rey avisa que mandará decapitar a todo aquel que no sepa responderle. Bien podrías amenazar así a tu analista, pero de todos modos no creo que lo logre.
Sin embargo, antes de que rueden las cabezas, el joven Daniel se presenta ante el rey y le dice exactamente cuál ha sido su sueño: el rey ha soñado con una estatua con la cabeza de oro puro, el pecho y los brazos de plata, el vientre y la espalda de bronce, las piernas de hierro y los pies de barro, la cual fue destruida a causa de una piedra que se desprendió de una montaña y fue a estrellarse directamente a sus pies, su parte más endeble, reduciéndola así a meros escombros. Daniel le dice también cuál es el significado de dicho sueño: la cabeza de oro es el rey, mientras que las demás partes del cuerpo son sus sucesores, que serán cada vez más débiles, hasta ser eliminados por otro reino más poderoso que se extenderá por todas partes. Inmediatamente después de escucharle, Nabucodonosor se desvaneció, lo que muestra que el desciframiento ha tenido certeza (¿recuerdas el desvanecimiento de Champollion en el momento preciso en el que se percata de que sabe leer los jeroglíficos?).
Lo que en particular me hizo recordar el libro de Gloria fue una breve línea, en la que A menciona que “ese muchacho judío tenía una clave para los pensamientos, leía la mente de los demás como un libro”. Una transferencia de pensamientos, pensé. Daniel supo leer el sueño del rey por vía directa. Pero de inmediato lo puse en duda. No es que Daniel poseyera una clave de lectura de pensamientos ni que leyera las mentes, sino que, más bien, le soplaron la respuesta. Porque es Dios quien le manda el sueño a Nabucodonosor y es el mismo Dios el que le revela a Daniel el contenido del sueño y su significado. De hecho, en el relato bíblico, luego de haber recibido una visión con la respuesta al misterio, Daniel alaba a Dios diciendo que sólo “Él revela lo profundo y lo escondido, y sabe lo que se oculta en las sombras”. Así como lo lees: lo oculto yace en la sabiduría de Dios y sólo en él.
Pues bien, a pesar de que no se trata de un relato que presente una verdadera transferencia de pensamientos, la historia sí muestra un aspecto que a Gloria no se le escapa y que no quería dejar pasar más tiempo para mencionártelo, porque estoy seguro que te va a interesar. En una nota a pie de página en su libro —una nota breve, un tanto marginal, al final del primer capítulo, casi como si quisiera pasar por desapercibida— marca su distancia con respecto a una afirmación de Sara Vassallo en su libro El deseo y la gracia: que la estructura borromeana le sirve a Lacan para mostrar que “la perspectiva analítica puede convertirse todo el tiempo… en la perspectiva religiosa y a la inversa”. Gloria destaca que si bien el análisis puede pensarse como un ejercicio espiritual (retomando la propuesta de Allouch, quien por cierto está muy presente a lo largo de su libro), está claro que lo espiritual no se confunde en nada con lo religioso (n. 73, p. 55). Así, pone en acto el adagio latino concede parum, nega frequenter, sed distingue semper (concede poco, niega frecuentemente, pero distingue siempre).
Te acuerdas del revuelo que causó el seminario de Sara, ¿verdad? Fue apenas dos semanas después del seminario de Gloria. Flotaba en el aire cierta contrariedad, agitación, irritación; por una parte, Gloria hablando de ocultismo y telepatía; luego, Sara aventuró cierta «continuidad» entre el Dios de la religión y el Otro del psicoanálisis. No faltaron los lacanianos que se incomodaron frente a semejantes posicionamientos. Sin embargo, el señalamiento de Gloria debería advertir a cualquiera que aquí se trata de algo que no se confunde con la religión, por mucho que ciertos vocablos guarden ciertas resonancias: espiritualidad, iluminación, conversión, epifanía, etcétera. Y es por eso por lo que hay que distinguir aquello que caracteriza a cada uno, sin mezclarlos, pero tampoco escandalizándose (seguramente viste las reacciones en Facebook, incluidas las de aquellos que durante ambos seminarios se mantuvieron discretos).
Por eso traigo a colación la historia bíblica narrada por Erri de Luca, pues ésta pone de manifiesto un esquema religioso claramente definido: Dios es el emisor de un mismo mensaje (el sueño) recibido por dos receptores (Nabucodonosor y Daniel); para el primero, el significado es desconocido (está oculto, pues); al segundo, en cambio, le es revelado su desciframiento (y en eso, resulta ser un iniciado). Un mensaje cifrado, dos sujetos y un Otro… en común. Por este sesgo se puede apreciar el costado claramente religioso de la historia: la convicción de una relación —como religio— entre dos por un tercero que los une. Pues bien, este es el sesgo por el cual Gloria no se decanta. Por mucho que su libro trate de fenómenos ocultos, telepatía y espiritualidad no se trata de un asunto planteado bajo una perspectiva religiosa sino del contexto del análisis. Eso no la hace caer en el otro extremo de aquellos que, procurando desmarcarse de una manera apresurada, terminan o psicopatologizando lo religioso (como aquel que, sin ton ni son, se aventuró a decir: “no hay nada más delirante que la religión”) o declarándose que nunca fueron religiosos (sin percatarse de haber dado paso a la denegación).
Por cierto, uno de los personajes de Erri de Luca pareciera añorar esos tiempos donde los sueños eran interpretados así, por la gracia de un don divino. Si bien el autor nunca identifica quién es el hombre y quién la mujer en ese diálogo, estoy seguro —seguro porque sí, es cosa mía— de que A es el hombre. ¿Por qué? Porque Z es más inteligente, perspicaz, pues menciona que, si bien ya no existen esos seres privilegiados, como Daniel o José, quienes poseían ese don especial para la interpretación de los sueños, siempre habrá otras opciones. Z también sabe distinguir aquello que es propio de la religión, como intérpretes inspirados, elegidos por gracia divina, cuyo don está dado por una revelación que proviene de Dios, de aquello que sería propio del análisis: no las respuestas definitivas ni las soluciones mágicas ni los grandes milagros, pero sí cierta cosa que permita hacer algo con ese saber inconsciente que, como decía Lacan, habita como una llaga en el sujeto. Tal vez este episodio bíblico podría permitir situar de otro modo ciertos asuntos que sigue cayendo en confusiones, ¿no crees?
“Tan atado está el que ata como aquel sobre el que se trenzan las cuerdas.” — Paul B. Preciado
El 22 de abril de 2021, Jacques-Alain Miller consiguió dividir —una vez más— la opinión de los lacanianos. Por una parte, a través de su cuenta de Twitter anunció la eventual publicación de una “montaña de papeles” (apuntes, borradores, manuscritos) que le fueron confiados por Jacques Lacan. Las muestras de entusiasmo no se hicieron esperar. Hay quienes han calificado el asunto como un “verdadero acontecimiento”; otros, quizás más moderados, han mostrado dudas con respecto a las maneras en que esos papeles pasarán al público. Por otra parte, ese mismo día Miller publicó un texto titulado “Docile au trans” [Dócil a lo trans].[1] Se trata de un texto provocador, en el cual Miller da rienda suelta a una serie de ocurrencias, sarcasmos y burlas sobre lo trans que han causado malestar, indignación e, incluso, vergüenza entre algunos lacanianos.
Un día antes, al anunciar la publicación de dicho texto —al que calificó de “arriesgado”— Miller advirtió que no se trataba de “una rendición incondicional a las Fuerzas del Movimiento de Liberación Trans conducidas por el valiente comandante Preciado. Es el inicio del proyecto de un esfuerzo de transacción entre dichas Fuerzas, desplegadas internacionalmente, y el Campo freudiano”.[2] Desde el inicio, el vocabulario se muestra claramente bélico (un rasgo que también estará muy presente en su texto). Miller ubica dos fuerzas en pugna, como si se tratara de dos ejércitos, uno liderado por un comandante… ¿y el otro? Estaríamos tentados a responder que en esa otra fuerza armada hallaríamos a su equivalente: el comandante Miller. Sin embargo, de inmediato evoca a Lacan para advertir que “no hay enunciación colectiva”. ¿Es que acaso Miller habla a título personal?
Ya en su texto —primer artículo del nº 928 de Lacan Quotidien— Miller se refiere a una “crisis francesa de los trans”; asegura que “la crisis trans está entre nosotros” (pero ¿a quiénes incluye en ese “nosotros”?) y, más exactamente, que se trata de “una revuelta trans” o “una revuelta de los trans”. La “crisis francesa de los trans”, precisa, estalló por lo menos tres meses antes de la publicación del libro La guerre des idées [Laguerrade las ideas] de Eugénie Bastié, pues esta periodista francesa no la menciona en ninguna parte de su libro y, de haberla advertido, no la hubiera dejado pasar. Así, pues, según Miller, la llamada “crisis trans” estaría fechada en los primeros meses de 2021. Según él, antes de esa fecha, el asunto trans era “imperceptible”, permanecía “invisible”, si no es que “invisibilizado”.
De inmediato surgen otras preguntas: la así llamada “crisis” o “revuelta” trans, ¿se refiere únicamente al hecho de la visibilización de los y las trans? De ser así, no resulta muy preciso afirmar que sólo hasta los primeros meses de este año se hayan hecho visibles. ¿Para quién o quiénes eran imperceptibles? Pero Miller parece bien advertir que el asunto no es tan reciente como quisiera hacerlo aparecer en primera instancia, pues él mismo lanza una pregunta: “O quizás, ¿éramos todos no autores, autoras, sino avestruces?” El juego de palabras se pierde en la traducción: auteurs, auteures, autrices, autruches. Evidentemente, la referencia al avestruz [autruche] es un guiño a la expresión “política del avestruz” [politique de l’autruche], que se define por hacer como si ciertos hechos no existieran.
Pero Miller va más lejos, pues no sólo denuncia una “crisis” o “revuelta” trans, sino que además ubica quién estaría detrás del asunto. La explicación va como sigue: un nuevo paradigma de supremacía habría tenido lugar a partir de la Segunda Guerra Mundial, cuando los gobiernos les “soplaron” a sus “dominados”: “¡Hablen! ¡No se dejen hacer! Tienen derechos. Pueden estar enfermos, pero siguen siendo ciudadanos. Hagan como todo el mundo: ¡Quéjense! ¡Reclamen! ¡Pidan un ajuste de cuentas! ¡Exijan un reembolso! ¡Que les paguen! ¡Se terminó la dictadura sanitaria! ¡Abran paso a la democracia sanitaria!”. Así, la susodicha revuelta de los y las trans, junto a “sus aliados”, ni siquiera iría por cuenta propia, pues sólo habrían sido arengados por los gobiernos. Miller enseguida lo reitera: “A menudo, para sublevarse, se necesita el apoyo, incluso la orden proveniente de muy arriba, del Gran Cuartel General”.
La explicación milleriana —que francamente desprende un tufillo a teoría conspiracionista— apunta a señalar que la política nacional (francesa, se entiende) de salud pública sería la culpable de haber allanado la “revuelta de los trans” desde 1945. Por tanto, el susodicho cambio de paradigma (paradigm shift) habría prevalecido desde entonces bajo un axioma de separación que, a decir de Miller, estipularía cosas como: “No tendrás relaciones amistosas con el partido contrario. Seguirás tu camino. No pactarás. Amarás como a ti mismo, no a tu prójimo, sino a tu semejante. Amarás lo mismo como a ti mismo. Huirás del otro como de Satanás. Lo que se parece, se junta. Que nadie entre aquí si es diferente”.
Para ejemplificar el proceder de este “axioma de separación”, Miller recurre al grupo o movimiento “masculinista” MGTOW (Men Going their Own Way), quienes han establecido una suerte de supremacía masculina (o francamente machista), bajo un estandarte antifeminista que llega hasta la misoginia. Sin mucha precisión geográfica, Miller sitúa este movimiento “al otro lado del Atlántico”, señalando que la palabra Way le evoca la canción My Way de Frank Sinatra. Y, en lo que parece ser una asociación de ideas, Miller se refiere a la expresión estadounidense My way or the highway, para lo cual nos ilustra (o, si se prefiere, nos elucida) luego de haberle consultado a Google (el oráculo por excelencia de nuestros tiempos) que dicha expresión dio título a una banda de “pimp-rock” (el traductor escribe “rock de proxenetas”) llamada… Limp Bizkit.
No nos detendremos en la reciente “visibilización” por parte de Miller de una banda cuyo auge ocurrió hace más de veinte años, como tampoco en el hecho de que por ninguna parte hallamos información respecto de un supuesto género o estilo musical llamado “pimp-rock”. Lo que llama más la atención es esa acrobacia interpretativa que le lleva a decir que, así como “los hombres homos” se apropiaron del calificativo “queer”, dicha banda de rock de proxenetas habría hecho suyo el nombre Limp Bizkit (no tanto una distorsión, como dice Miller, sino una variante ortográfica de Limp Biscuit), lo que le parece “altamente sugestivo”, pues ningún proxeneta querría tener un “bizcocho suave”. Eliminen la idea de que Limp Bizkit es una banda de rock de proxenetas y el acróbata cae desde las alturas.
Inmediatamente después, al respecto del movimiento MGTOW, Miller afirma: “Todavía no tenemos el equivalente en Francia”. Y aquí la elucidación falla de cabo a rabo, pues da la impresión de que su investigación vía Wikipedia y Google no fue del todo exhaustiva. Bastaba con dirigirse a los vínculos externos incluidos en la entrada MGTOW de Wikipedia.fr para encontrarse con el sitio web francés dicho movimiento (https://mgtow-france.fr/). Luego, si la curiosidad era suficiente, sólo habría sido necesario visitar las páginas de los otros sitios que ahí mismo se enlistan para percatarse de la existencia en Francia de numerosas agrupaciones equivalentes, cuyos archivos se remontan hasta 2004 (casi veinte años). Algunos de esos grupos ya cuentan con canales en YouTube, páginas en Facebook y cuentas de Twitter.
Sin embargo, más allá de los datos y la información recién descubierta por Miller, la referencia al movimiento MGTOW —quienes se apropian de producciones musicales, libros y películas que puedan resultar afines a su ideología— tiene un claro propósito para Miller: denunciar una “misma estructura de pensamiento [que] se impone a todos”. No sólo se trata de un axioma de segregación sino de supremacía: unos contra otros, unos por encima de los otros, hombres contra mujeres, mujeres contra hombres. Según Miller, seguimos instalados en “la guerra de los sexos”, pero con la característica de que esta “incandescencia refleja el ascenso irresistible, en la época, del deseo de segregación”.
Luego de este rodeo, Miller regresa a la cuestión trans y presenta una “prosopopeya del trans”, es decir, se inventa un “trans imaginario” como interlocutor para hacerle decir cosas que —él supone— un trans podría llegar a decirle. Frases tales como: “Vuestra epistemología como vuestra clínica son sólo los desechos de una ideología obsoleta y agotada, que refleja estructuras de dominación patriarcal y heterosexual que caducaron para siempre”; “lo que ustedes llaman orgullosamente su ‘clínica’, es sólo un ‘zoológico humano’”; “solo tienen una cosa que hacer: callarse”. Esta figura estilística de la prosopopeya, según Miller, le gustaba particularmente a Foucault: ceder la palabra a interlocutores y oponentes ficticios, a la manera de un ventrílocuo. De hecho, Freud también utilizó dicho recurso, aunque Miller no lo evoca.
Pero ¿por qué o para qué hacerla de ventrílocuo? ¿Cuál era la necesidad de semejante artificio? ¿No hubiera sido más sencillo recuperar, no las palabras de un “trans imaginario” hecho a la medida, sino las palabras exactas que Paul B. Preciado dirigió como hombre trans a esos 3,500 miembros de la École de la Cause freudienne, el 17 de noviembre de 2019? Pareciera que no, pues en la veintena de páginas que Miller escribió no hay una sola referencia textual a las palabras pronunciadas por Preciado en aquella ocasión (a excepción de la mención a las dos primeras páginas introductorias, que comentaremos más adelante); como tampoco una sola respuesta (si es que la había) a las críticas que hizo. Resulta más fácil construir un contrincante de paja para después tirarlo de un resoplido.
Por cierto, cuando Paul B. Preciado se presentó ante la École de la Cause freudienne, él mismo dispuso una prosopopeya en acto. ¿Miller se percató de este recurso ya no meramente discursivo sino performativo? Es probable que no, aún y cuando no se le escapa que el título de la exposición de Preciado estuvo inspirado en el “Informe para una academia” de Franz Kafka, no parece haber dimensionado los alcances de semejante referencia. Leamos las palabras de Preciado:
En 1917, Kafka escribe “Ein Berich für eine Akademie”, “Informe para una academia”. El narrador del texto es un simio que después de haber aprendido el lenguaje de los humanos se dirige a una academia de altas autoridades científicas para explicarles lo que el devenir humano ha supuesto para él. […] Pues bien, académicos del psicoanálisis, como el simio Pedro el Rojo se dirigía a los científicos, yo me dirijo hoy a ustedes desde la jaula del “hombre trans”. […] Yo soy el monstruo que os habla. El monstruo que vosotros mismos habéis construido con vuestro discurso y vuestras prácticas clínicas. Yo soy el monstruo que se levanta del diván y toma la palabra, no como paciente, sino como ciudadano y como vuestro semejante monstruoso.[3]
Un simio que habla puede resultar bastante monstruoso (en su raíz etimológica, “monstruo” significa sobrenatural), pero también puede ser leído como un ejercicio de prosopopeya, pues recordemos que, en su definición más clásica, este recurso no es sólo hacerle decir cosas a un otro ausente (in absentia) sino otorgarle atributos de seres animados a cosas o seres inanimados. El simio de Kafka toma la palabra, aprende el idioma de los humanos para hablarles y hacerse escuchar por ellos. Un trans que les habla a los psicoanalistas, en calidad de monstruo, tiene alcances políticos que apenas si han sido vislumbrados. ¿Hasta qué punto han llegado las cosas para que un hombre trans tenga que aprender el idioma de los psicoanalistas para hacerse escuchar por ellos?
Sin embargo, luego de su prosopopeya, Miller acota que “un verdadero trans” no habría dicho lo que él acaba de imputarle a su “trans imaginario”, pues el primero, el “verdadero”, sería… “más educado”. ¿Por qué? A decir de Miller, porque “tienes que estar familiarizado con los lugares como yo […] para permitirte semejante blasfemia”. Entiéndase: para hablar así del psicoanálisis, de su práctica y de sus procedimientos, hay que estar “familiarizado”. Esta palabra resuena de muchas maneras, no porque Miller esté más familiarizado con el quehacer en el consultorio, sino porque está bastante más familiarizado —literalmente— con la causa, con la hija de Lacan y con Lacan mismo. No le imputo nada que él mismo no haya dicho, pues fue así como inició su texto, recordando su parentesco con Lacan; un recordatorio en el que nuevamente se hace el chistoso al afirmar que él, como las mujeres del #MeToo y los trans, también es una víctima, en su caso, de su suegro.
Aquel que se halle familiarizado será más educado, estará adiestrado, incluso domesticado. Pero Miller no se pregunta si los y las trans quieren familiarizarse a imagen y semejanza de él. De hecho, si hubiera atendido puntualmente las palabras de Preciado, se habría percatado precisamente de eso: “me resistí a esta domesticación”,[4] dice Preciado. Una domesticación que no sólo pretendía imponérsele desde su entorno familiar y social, sino también de parte de psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas (los representantes de la función psi). Y no podemos dejar de pasar de largo que, entre las estrategias más añejas del medio lacaniano, se halla la clásica fórmula del “nunca estuvo en análisis”, que les sirve para desacreditar lo que alguien tenga que decir con respecto al psicoanálisis desde un punto de exterioridad. Como si no estuviera permitido. Pues bien, Miller acaba de reformularlo: “tienes que estar familiarizado”, de lo contrario, calladito te ves más educado. Sobra decir, por cierto, que en este caso ni siquiera sería aplicable: Preciado pasó diecisiete años en análisis. ¿Y entonces?
Sea como sea, Miller considera que la École de la Cause freudienne tuvo un “buen olfato”, porque, aún antes de que estallara la susodicha “revuelta” y “crisis” de los trans, invitaron a Preciado a… “tomar la palabra”. Nos detenemos nuevamente a hacer una disquisición sobre esta frase, pues no es posible dejar pasar las diferencias de enunciación: mientras que Preciado dice que él mismo “se levanta del diván y toma la palabra”, Miller afirma que “se le invitó a tomar la palabra”. Dos frases que, puestas en paralelo, permiten situar una dificultad: el monstruo requería de invitación, un escenario adecuado, el de las 49ª Jornadas de la Causa Freudiana, tituladas Femmes en Psychanalyse (“Mujeres en psicoanálisis”). Y ya con esto se habrá notado un desfase: se invitó a un hombre trans a unas jornadas sobre mujeres en psicoanálisis. Sería tentador leer dicho gesto como tendencioso, pero nos abstendremos de ello. De todos modos, la crítica más atinada vino de parte de Preciado: “Organizan ustedes un encuentro para hablar de ‘Mujeres en el psicoanálisis’ en 2019, adornan el escenario con flores, invitan a una ‘mujer’ a cantar, como si siguiéramos estando en 1917”.[5]
El trato francamente famillionario que le dieron a Preciado fue advertido por él mismo en las primerísimas páginas de la publicación de su conferencia, una cosa que parece haber disgustado en especial a Miller. ¿Qué fue lo que escribió Preciado en esas líneas? Señaló que su “discurso causó un seísmo”, que hubo “algunas risas socarronas” y que en cierto momento “la mitad de la sala me abucheó”. Luego, menciona que los organizadores del coloquio le indicaron que su tiempo estaba a punto de terminar, de manera que sólo pudo leer un cuarto del discurso que había preparado. Esa breve introducción (apenas dos páginas), aunado al contenido mismo de la conferencia, fueron suficientes para que Miller advirtiera “la vara puesta por el rigor —un rigor ciertamente un poco rígido en mi opinión— con el que Paul B. Preciado (FtoM) se dirigió a la audiencia reunida”.
Miller no pierde la oportunidad de señalar que ellos, por su parte, podrían reprocharle a Preciado el haber superado el tiempo pactado de… media hora. ¡Escándala! (así, con a), ¿cómo se atreve el señor Preciado a rebasar el tiempo concedido? Peor aún, les aventó una perorata poco educada, nada dócil, y, por si fuera poco, terminó publicando su texto en “las prestigiosas ediciones Grasset” (Miller dixit). Todavía más: Preciado ni siquiera mencionó el intercambio conclusivo con François Ansermet, lo que permitió que “la prensa simpatizante lo mostrara como un perseguido, un desgraciado, abucheado por una audiencia de imbéciles hoscos”. Sin embargo, ¿media hora no era poco tiempo? Es decir, por primera vez un monstruo, un trans, no imaginario, tomaba la palabra y les hablaba a los psicoanalistas en su idioma. ¿No despertó la suficiente curiosidad como para escucharlo hasta el final sin haber tenido que interrumpirlo?
Por si fuera poco, Miller aclara: “Dos o tres gritos hostiles se escucharon, es cierto, mientras que la audiencia eran tres mil quinientos” y, en caso de que a Preciado se le ocurriera decir que así no fueron las cosas, Miller se adelanta a señalar que las Jornadas se filman. Habría que destacar que esas jornadas no sólo se filmaron “oficialmente”, sino que también hay un video en YouTube tomado por uno de los asistentes donde se confirma la perspectiva de Preciado con respecto al trato que le dieron.[6] Por ejemplo, cualquiera que observe y escuche el video de la presentación podrá percatarse de una cosa: los aplausos, que en casi todas las ocasiones se acompañan de risas. ¿Cómo leer tales gestos? Miller no duda en decir que el público “aplaudió calurosamente su elocuencia”, pero francamente cabe dudarlo. Lo único que puede concluirse con seguridad de esos aplausos es que interrumpen el ritmo del discurso de Preciado. Esos momentos ameritan ser ubicados en la conferencia publicada y en el video que circula en la red:
Preciado les dice “no creo que haya entre ustedes ninguna persona que haya oficial y públicamente renunciado a la diferencia sexual y que haya sido aceptada como psicoanalista de pleno derecho […] si hubiera una persona así entre ustedes, si ese psicoanalista trans, no-binario existiera y hubiera sido admitido entre ustedes como experto y estuviera aquí hoy, mis saludos para ese honorable mutante serían aún más calidos” (p. 15, minuto 3:45… aplausos y risas).
Preciado saluda en español a los psicoanalistas hispanohablantes, y dirigiéndose en español dice: “señoras, señores y sobre todo otros, aquellos que no son ni señoras ni señores” (minuto 4:30… risas).
Les señala que la organización de unas jornadas sobre “Mujeres en psicoanálisis” da la impresión de que siguen en 1917, cuando las mujeres eran seres exóticos entre las flores, como aquellas que adornan el escenario (pp. 19-20, minuto 8:20… aplausos y risas).
Cuando les dice: “Más les valdría haber organizado un encuentro sobre ‘hombres heterosexuales blancos y burgueses en el psicoanálisis” (p. 20, minuto 8:35… aplausos, risas y chiflidos).
Preciado les ofrece “la posibilidad de una terapia política de su propia institución” (p. 68, minuto 15:55… risas, gritos y aplausos).
Les dice que todo el edifico freudiano está pensado desde la posición de la masculinidad patriarcal y es por eso que “necesitan ustedes un día para hablar de ‘las mujeres en el psicoanálisis’” (pp. 68-69, minuto 16:45… risas y aplausos).
Preciado lanza la pregunta más incómoda del evento: “¿Cuántos de ustedes se definen hoy, aquí mismo, en esta academia, de manera pública como psicoanalistas homosexuales?” (p. 69, minuto 17:30… silencio, risas, silencio, alguien grita “bravo !”, y luego llegan los aplausos).
Preciado les dice que les toca a ellos permitir “redistribuir la soberanía y reconocer otras formas de subjetividad política” (p. 101, minuto 28:45… sólo aplausos).
Preciado les dice que “seguir practicando el psicoanálisis con nociones de diferencia sexual y con instrumentos clínicos como el complejo de Edipo” sería tanto como “seguir navegando por el universo con un mapa geocéntrico ptolomaico, o como negar el cambio climático o afirmar que la Tierra es plana” (p. 102, minuto 30:40… aplausos… en ese momento, quien preside la sesión se acerca a Preciado, y este responde que ya va a terminar… otra vez, risas).
La última: “Hoy, es más importante para ustedes, señoras y señores psicoanalistas, escuchar las voces y los lenguajes de los cuerpos que el régimen patriarco-colonial ha excludio que leer a Freud y a Lacan” (p. 102, minuto 31:20… risas, abucheos, aplausos, cuchicheos, chiflidos).
¿“Dos o tres gritos hostiles”? En efecto, menos mal las Jornadas quedaron filmadas, así nadie verá las cosas “desde su punto de vista”. Sea como sea, Miller concluye y le dice a Preciado (porque, en este punto de su texto, Miller ya no se dirige al lector, sino a Preciado mismo, como si se tratase de una carta):
Entonces hizo trampa, Preciado. Diría que es una buena jugada si estuviésemos en guerra. Justamente no lo estamos, incluso si le viniese como anillo al dedo que nosotros lo estuviéramos, porque es cierto que necesita de un cuco para animar a la tropa trans, que no son en absoluto todos los trans, sino el ala derecha e izquierda de una comunidad que se crea precisamente avanzando a marcha forzada.
Se ha leído bien: Miller le dice a Preciado que no están en guerra, aún y cuando todo su vocabulario ha sido bélico: se refirió a Preciado como un “comandante” (lo compara con los barbudos, o sea, Fidel Castro), habló de las “Fuerzas del Movimiento de Liberación Trans”, advirtió una “revuelta trans”, una “crisis trans”, una “tropa trans”, etcétera. A Miller le molesta que ahora los patos les tiren a las escopetas, pero hay que recordar que, históricamente, la cacería (así como la guerra) ha sido una actividad por excelencia de hombres blancos heterosexuales y burgueses. De hecho, en el texto de Preciado no se halla ninguna declaración de guerra de su parte, sólo se limita a constatar que, a raíz de su discurso, tuvo lugar una guerra… entre las asociaciones psicoanalíticas. Lo cual es cierto y viene a demostrar el punto de quiénes hacen la guerra.
Pero a Miller le molestar además otra cosa: el “discurso del monstruo”, junto a “la arenga sonora, militante, vehemente”; que Preciado les haya hablado “como un maestro, un predicador, casi un profeta”. Algunas líneas antes, Miller se refiere a alguien más que adopta una posición de maestro: su nieto, quien lo “alecciona” con respecto al asunto trans. Es entendible, pues Miller mismo reconoce que en sus tiempos no había “transexuales entre nosotros” (¿transexual o transgénero? La distinción no parece quedarle muy clara). Eran otros tiempos, en efecto. Y Miller no está muy a gusto con los señalamientos de Preciado, como si se tratase de una invitación para un “aggiornamiento”. “La zanahoria después del palo”, afirma. Pero aggiornamiento no es una palabra usada por Preciado, sino por el propio Miller, de la cual hay que destacar que su uso predominante refiere a la puesta al día que la Iglesia romana pasó con el Concilio Vaticano II. La analogía no pudo ser más precisa con lo que respecta a la institución psicoanalítica.
Regresemos al avestruz evocada por Miller al inicio de su texto. Resulta que la idea bastante generalizada de que los avestruces hunden su cabeza en la tierra como un mecanismo de defensa es totalmente falsa. Sólo los humanos le atribuiríamos semejante reacción tan estúpida a un animal. En cambio, los humanos sí aplicamos políticas semejantes con bastante frecuencia. Pero, si quisiéramos seguir jugando con esa imagen —con perdón del avestruz— podríamos agregar que semejante politiquería sería peor, mucho peor, si quien hiciera de avestruz no sólo hundiera su cabeza en la tierra, sino que, manteniéndola hundida, tratara de abrir los ojos para elucidar lo que ocurre afuera; por cierto, sin tampoco pretender ver muy lejos, sólo hasta donde las fronteras nacionales se lo permitan. No es de extrañar entonces que, al sacar la cabeza del agujero —como si fuera un awakening, un despertar— el monstruo ya estuviera allí hablándole en su propio idioma.
Al acotarse exclusivamente a lo que ocurre en Francia (al grado de que sus referencias a Estados Unidos sólo sirven para comparar la situación con lo que sucede en Francia), los planteamientos de Miller adolecen de un desfase palpable. Pero no sólo con respecto a lo que sucede en otras partes. Señalemos, por ejemplo, que ya desde el 23 de noviembre de 2003, en París, la École lacanienne de psychanalyse (Elp) y la asociación Caritig (Centro de ayuda, de investigación y de información sobre la transexualidad y la identidad de género) llevaron a cabo una jornada en la que se juntaron psicoanalistas y trans en una misma sala y tribuna.
Un lector hipotético podría protestar de que introduzcamos a la École lacanienne de psychanalyse en este punto, pero fue el propio Miller quien reconoció que, con respecto a la publicación del archivo Lacan, la École lacanienne de psychanalyse, “por iniciativa propia, ya ha avanzado en el archivo lacaniano” (tweet nº 23 del 22/04/2021). Por tanto, creo que no está de más advertir también que, desde hace más de veinte años, la Elp se ha acercado a los gay and lesbian studies y a trabajos de queer theory, como puede constarse en sus diversas publicaciones tanto en Francia como en América Latina (la lista completa de editoriales y revistas de la Elp pueden consultarse en su sitio web: www.ecole-lacanienne.net), publicando trabajos (artículos, libros, entrevistas) de Leo Bersani, Judith Butler, Pat Califia, Le Edelman, David Halperin, Lynda Hart, Mark Jordan, Jonathan Ned Katz, Elisabeth Ladenson, Vernon Rosario, Gayle Rubin o John Winkler.
Pero ¿por qué publicar y leer a quienes son “externos” al psicoanálisis? ¿Por qué leer y escuchar lo que ellos tienen que decir? ¿Tendrán acaso la educación suficiente para hablar de asuntos que conciernen al psicoanálisis? Son preguntas que un avestruz bien podría llegar a hacerse. Pues bien, hace veinte años, Jean Allouch señaló que la publicación de dichos trabajos era “para que al fin el movimiento lacaniano cese de ser insensible a lo que le es contemporáneo en la erótica”. Su respuesta sigue siendo actual. En aquel entonces, Allouch agregaba: “El tiempo dirá qué parte de ilusión vehiculiza semejante apuesta”.[7] Si nos atuviéramos únicamente a las palabras de Miller, tal pareciera que la recepción de dichos trabajos ha sido, si no nula, al menos bastante limitada… en Francia (y no solamente allí). Pero tampoco veo razón alguna para quedarnos con las palabras de Miller ni limitarnos a su contexto. El avestruz apenas va sacando la cabeza del agujero que cavó en la tierra, no hay necesidad alguna de permanecer a tono con su perspectiva.