Echad Mi Yodea

Echad Mi Yodea (¿Quién conoce a Uno?) es una canción tradicional de la Pascua judía, fecha en la que se conmemora la liberación del pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto. Es una canción dirigida principalmente a los niños, como un ejercicio de mnemotécnica, pues su estructura se modifica progresivamente, de manera que cada verso es más largo que el anterior. En ella se enumeran 13 enseñanzas del judaísmo. En la repetición, el niño habrá de hallar un aprendizaje.

Hace casi una década, el coreógrafo Ohad Naharin preparó una danza con una versión de esta canción para la compañía Batsheva. La performance es de una fuerza impresionante y muy cautivante. Algunos han querido descubrir ciertas significaciones: una evocación de los movimientos del rezo en la sinagoga en los movimientos ejecutados por los bailarines, la ropa en el suelo como en algunas fotografías del Holocausto, así como la construcción de Israel. Sin embargo, no encontré en ninguna parte que esa fuera la intención de Naharin. La frase introductoria, que en buena medida le imprime cierto tono a toda la danza, dice: “La ilusión de la fuerza y la delgada línea que separa la locura y la cordura. El pánico detrás de la risa y la coexistencia de la fatiga y la elegancia”.

Uno de los rasgos más característicos de la coreografía proviene de un error o de una caída (lo que en latín se expresa con una misma palabra: lapsus). Tami Lotan, uno de los miembros originales del elenco, cuenta: “Originalmente, la pieza terminaba con los bailarines cayendo al suelo. Cuando Naharin decidió cambiar el movimiento, un bailarín, Erez Levy, no escuchó las instrucciones y cayó como antes. Su error se incorporó al baile en el papel de ‘el que cae’ [the faller], que se sienta al final del círculo, cayendo al suelo al final de cada ola”.

Un episodio de La vida con Lacan

En La vida con Lacan (Ned ediciones, Barcelona, 2018), Catherine Millot narra un breve episodio: durante una estancia en Roma, Lacan subió a una escalera para mirar de cerca «La Virgen de Loreto» de Caravaggio, expuesta en una de las paredes de la iglesia de San Agustín. Encaramado sobre esa escalera, su mirada se dirigía absorta particularmente al pie de la madona. ¿Qué era lo que atraía de tal manera su atención? Tal vez nunca lo sepamos.

En una intervención reciente (01/02/20), Jean Allouch retomó ese episodio y, entre otras cosas, señaló una conjetura: algo faltaba en ese pie largamente mirado por Lacan. Su atención estaba puesta nada menos que en un agujero en el cuadro, un elemento faltante. Un asunto que, por otra parte, no sería de extrañar, si pensamos que Lacan no dejó de consagrarse a objetos inexistentes: el Otro, el Otro del Otro, el goce del Otro y la relación sexual.

La escena compuesta por tres personajes —el cuadro de Caravaggio, Lacan y Catherine— es leída por Allouch recurriendo a un diagrama: Catherine se interesa por lo que sucede entre Lacan y no-se-sabe-bien-qué-cosa que le concierne. Una escena que puede situarse como una metonimia de la enseñanza de Lacan que anuda tres figuras: a Lacan mismo, a la cosa (o el asunto en cuestión) y a un testigo, en este caso Catherine, pero que bien puede ser cualquiera de sus alumnos. La escalera, en cambio, siendo su propia enseñanza, tan inestable como siempre lo fue.

El diagrama del cual se vale Allouch para leer ese episodio fue expuesto en su libro La escena lacaniana y su círculo mágico (El cuenco de plata, Buenos Aires, 2020). No solamente ubica cierto tipo de lazo y disposición de los elementos que se pondrían en juego en una escuela, también permite ubicar al alumno, cuya atención se dirige a lo que sucede entre Lacan y la cosa (o el asunto en cuestión), y no a la persona misma de Lacan. Este contraste permite distinguir la posición del alumno, interesado a tal punto por ese «entre» que no dejará pasar la oportunidad para interrogar al maestro, y la posición del seguidor, cuya fascinación por la persona conlleva, en no pocas ocasiones, un grado suficiente de inhibición.

Le corresponde a cada uno pronunciarse (o no) respecto de su propio posicionamiento.

Ingrávidos

“Por supuesto hay muchas muertes a lo largo de una vida.
La mayoría de las personas no se dan cuenta.
Creen que se mueren una vez y ya.
Pero basta con poner atención para darse cuenta
de que uno va y se muere a cada rato”.

Valeria Luiselli
Los ingrávidos

Ingrávidos son los cuerpos que no tienen peso, que son ligeros, livianos, justo como los fantasmas y los protagonistas (¿es que acaso pueden distinguirse?) que habitan la primera novela de Valeria Luiselli, Los ingrávidos. Un relato cuya estructura abismal lleva al lector de una ficción a otra ficción que se conecta con otra ficción. ¿Cuál es la historia que sirve como hilo conductor? Las varias historias se entrelazan, creando un tejido entre ellas.

Entre sus páginas pude hallar el eco de una lección que proviene de otra parte, la cual se condensa en el epígrafe que aquí he incluido. Vivimos las muertes de los demás, podemos llegar a padecerlas, e incluso terminamos conviviendo con sus fantasmas. No en pocas ocasiones, cuando su presencia adquiere un determinado peso, también somos perseguidos por ellos. Pero, ¿cuántas veces no nos morimos y dejamos un fantasma de nosotros mismos rondando por ahí? ¿Y hasta qué punto somos acechados por ese que creímos ser, ese que nunca fuimos o, incluso, que dejamos de ser?

En un diálogo de la novela, el niño mediano (pues, como Valeria Luiselli lo aclara, aunque es el mayor sigue siendo chico, por eso es mediano) le pregunta a su madre si los fantasmas de los que escribe dan miedo. Respuesta: “No, pero dan un poco de tristeza”. Extrañado, el niño pregunta si es acaso porque están muertos. Nueva respuesta: “No, no están muertos”. Precisamente, ahí radica la cuestión. También los fantasmas —tanto los ajenos como los propios— merecen una muerte definitiva, lo que en el hinduísmo se conoce como “segunda muerte” y a la que Jean Allouch le ha puesto un especial énfasis. Se trata de un momento en el que el fantasma es aniquilado y finalmente el duelo realizado.

El término sánscrito moksha, con el que se designa esta segunda muerte, la define como una liberación espiritual… ¿para el muerto o para el vivo? La pregunta no tiene por qué responderse eligiendo a uno de entre ellos, pues dicho gesto incide en ambos al cortar el lazo que los une. La ingravidez del fantasma deviene insoportable cuando su ausencia presente termina obnubilando una vida; reclama una muerte que hará más liviana la existencia, que habrá de darle santa paz. Un gesto así convoca, en última instancia, una relación distinta con la muerte, que tal vez conviene escribir en plural: las muertes, las de los demás y las propias.

Una distinción foucaultiana en el campo freudiano

Retomo una distinción establecida por Michel Foucault en 1970, entre el “intelectual universal” y el “intelectual especifico”. El primero pretende hablar en nombre de otros, asumiéndose el portador de una verdad, un saber y/o una moral que defina las conciencias. Su imposición inaugura una disyuntiva: “conmigo o en mi contra”. Esta situación delimita al mismo tiempo una inclusión y una exclusión, expresada en un “nosotros” y un “ellos”.

En contraste, el “intelectual específico” ha renunciado a fungir como una instancia representativa. No se plantea como portavoz de un “nosotros”. Habita una soledad (pero no un aislamiento) que rompe con cualquier lógica disyuntiva. Le concierne hacer un cuestionamiento determinado, que dé cuenta de su propia posición, pero sin la pretensión de universalización ni generalización a nombre de una colectividad (sea ésta un grupo, una escuela o una comunidad).

Esta diferencia ha sido retomada por Jean Allouch en su libro La escena lacaniana y su círculo mágico, para distinguir dos tipos de enseñanza en el campo freudiano. La primera es la del maestro que se dirige a sus alumnos demandando se esté de acuerdo con él, en tanto que se asume poseedor de la verdad y el saber. La posición contraria es la de aquel que estudia y presenta un problema determinado, demandando a su auditorio “poner su parte”, contribuyendo a su investigación, criticando incluso más allá de lo que quisiera, pero sin exigir una adhesión. Aquí la relación no se establece con el sujeto sino con la cosa, el asunto en cuestión.

A decir de Allouch, la posición de Freud y Lacan (pero también la de Foucault) puede ser definida así, como sujetos sin un “nosotros”, solos pero no aislados. Freud en su relación con la verdad, Lacan en su relación con la cosa freudiana.

Sin embargo, Allouch también reconoce que Lacan no siempre mantuvo esta posición (y algo similar podría decirse con respecto a Freud). Este viraje tuvo lugar a partir del pasaje de su seminario de Sainte-Anne a la École Normale Supérieure y la fundación de la École freudienne de Paris. La demanda de adhesión, a la par de una exigencia de fidelidad, se hizo manifiesta cuando la cosa freudiana devino en causa freudiana. Como ya Moustapha Safouan lo advirtiera un par de años antes, el asunto es que “no se puede ser psicoanalista y militante” al mismo tiempo.

Conclusión del taller

A finales de 2018, se propuso un taller de lectura para hacer un recorrido doble de El título de la letra (una lectura de Lacan) de Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe, así como del escrito “La instancia de la letra en el inconsciente, o la razón desde Freud” de Jacques Lacan. El argumento original de la actividad puede ser consultado aquí. La actividad se prolongó hasta abril de 2019, cuya conclusión no ha dado hasta el momento una producción derivada que tenga carácter de cierre.

El trabajo preparatorio para el taller incluyó la escritura de mi autoría de algunos textos reunidos en este Scriptorium, los cuales en su momento fueron puestos en circulación a través de redes sociales. Los textos pueden ser consultados aquí mismo en el orden en que fueron publicados:

1. El título de la letra (una lectura de Lacan)
2. Estilos de lectura
3. Escenas de un affaire
4. Mise en place
5. Una demanda de lectura
6. El relevo del catecismo
7. Una reconstrucción teórica
8. Nuncio de un retorno a Freud
9. Una experiencia única
10. Posiciones
11. Insistencias de la letra

Agradezco a aquellos que mantuvieron un interés sostenido a lo largo de la actividad que desarrollamos en conjunto: César Casiano, Itzel Casillas Avalos, Antonio Madrigal, Edgar Millán, Carolyn Park y Esaú Segura Herrera. La conclusión del taller marco derroteros distintos con base en los intereses que cada uno mantuvo o descubrió.

A partir de esta publicación, este Scriptorium se convierte en un repositorio de materiales diversos (pero sobre todo de literatura gris), concernientes al ejercicio del psicoanálisis.

Insistencias de la letra

El 9 de mayo de 1957, ante un grupo de filosofía de la Federación de los estudiantes de letras de la Sorbona de Paris, Jacques Lacan pronunció un discurso que posteriormente redactaría bajo el título de La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud, publicado ese mismo año en el número 3 de La Psychanalyse, cuyo volumen estuvo dedicado al tema “Psychanalyse et Science de l’Homme”.

Tal vez sobra mencionar la importancia que tomaría este discurso —a medio camino entre el habla y el escrito— para la enseñanza de Lacan. Subrayemos únicamente que más de una decena de veces Lacan remitió a su auditorio a su lectura, y en Lituraterre de 1971 la insistencia parece dar lugar a cierta extenuación: “¿Sería acaso letra muerta que haya puesto en el título de uno de esos fragmentos que dije Escritosde la letra la instancia, como razón el inconsciente?”[1]

Si 1953 fue crucial en el itinerario de Lacan, por ser el año en que dio a conocer su ternario, y en 1956 anunció un retorno a Freud que marcaría la pauta de sus próximos seminarios, Nancy y Lacoue-Labarthe destacan el momento particular en el cual tuvo lugar el discurso que daría como resultado el escrito de La instancia de la letra…: “Pronunciado y redactado en 1957, se sitúa casi a mitad del período en cuyo transcurso, entre dos exclusiones sucesivas provocadas por las sociedades psicoanalíticas a la sazón, el trabajo de Lacan ha producido sus efectos de ruptura más evidentes en el campo de la práctica y de la institución psicoanalítica”.[2]

La referencia a estas “exclusiones sucesivas” merece algunas precisiones. Mientras que la dimisión de la Sociedad psicoanalítica de París (SPP) en 1953 tuvo sus principales motivos en las decisiones tomadas por el grupo liderado por Sacha Nacht, la salida de la Sociedad francesa de psicoanálisis (SFP) en 1963 se debió no una “excomunión” (como Lacan la nombra en la primera sesión de su seminario de 1964, para después desmarcarse de ella) ni siquiera a una expulsión como tal, sino a una expresa renuncia por no ceñirse a los criterios establecidos por la Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA).

A lo anterior habría que agregar un aspecto teórico relevante que no pasa inadvertido para Nancy y Lacoue-Labarthe: “En el mismo año [1957] apareció, en el número anterior de La Psychanalyse, el “Seminario sobre ‘La carta robada’”, texto capital que abrirá los Ecrits.[3] La mención a este escrito no es gratuita. Por una parte, en la “Obertura” a sus Escritos, Lacan le otorgó el privilegio de abrir la secuencia de la compilación, incluso a despecho de la diacronía.[4] Por otra parte, desde 1971 Jacques Derrida había manifestado su intención de trabajar dicho escrito “privilegiado”, lo cual vendría a materializarse con Le facteur de la vérité [El cartero de la verdad] publicado en 1975.

Así, la lettre (en su doble acepción de carta y letra) resulta capital, a raíz de las insistencias y las instancias que preside. De hecho, ambos autores parecen hallar un hilo conductor que va de un escrito a otro, aun salvaguardando las diferencias y particularidades de cada uno: “En La instancia Lacan propone esta vez para un público de universitarios, integrado por los estudiantes de la Sorbona que lo habían invitado, la carta [la lettre] que había extraído de Poe para su auditorio de analistas”.[5]

En efecto, el seminario sobre La carta robada de Edgar Allan Poe tuvo lugar durante mediados de mayo y agosto de 1956 en el anfiteatro de Sainte-Anne, ante un auditorio compuesto por discípulos y allegados a la enseñanza de Lacan. En cambio, el discurso del cual surgirá el escrito de La instancia de la letra… tuvo lugar en el anfiteatro Descartes de la Sorbona, ante un público de universitarios, particularmente estudiantes de filosofía y letras, y cuya “discusión prosiguió frente a unas copas” (Lacan dixit).

Este contraste entre ambos escritos no puede pasar desapercibido. Lacan estaba muy bien advertido del público al cual se dirigía. Mientras que en Sainte-Anne se encontraba con un público más advertido del psicoanálisis y de la psiquiatría, en la Sorbona se dirigía a un público que estaba al tanto de las últimas investigaciones de la lingüística de Ferdinand de Saussure y Roman Jakobson, de la antropología de Claude Lévi-Strauss y la filosofía de Martin Heidegger. Es por ello que Nancy y Lacoue-Labarthe ponen el énfasis en el “aspecto universitario” de este escrito de Lacan, aunque sea en su acepción de mero semblante, porque:

Se trata pues, de la primera verdadera intervención de Lacan en la Universidad, y en cierto modo constituye el símbolo —casi el acto mismo— del pasaje a lo “teórico” (¿podríamos arriesgamos a decir: el pasaje al acto —el acting-out— teórico?). En La Instancia, el psicoanálisis articula su teoría por sí mismo, en el campo teórico considerado como tal, o bien se articula sobre la teoría. Veremos cómo debe leerse este escrito como el texto de la articulación.[6]

Ya en un envío anterior desarrollamos algunos de estos puntos. Si “La instancia de la letra…” puede ser entendido como un texto de articulación es por la relación que ahí se establece entre el psicoanálisis y otras ciencias. El riesgo que los autores toman con la expresión “pasaje al acto teórico” resulta innegable. Nos parece que con ella han querido enfatizar el momento en que el psicoanálisis, después de la acogida teórica a la que se vio impuesto (incluso por la obra de Freud), trata de situar sus propios elementos y ensamblajes teóricos surgidos a partir de la experiencia analítica. 

Ahora bien, a partir del preámbulo que Lacan escribe, los autores creen encontrar la posición del escrito bajo la inscripción de un triple registro: 1) se trata de un discurso universitario o, al menos, dirigido a universitarios; 2) se trata de un discurso científico o, al menos, un discurso construido según el orden del saber; 3) se trata, también, de un discurso para los analistas y, en ese sentido, un discurso “de formación” (las comillas son de los autores).  Habremos de desarrollar (y problematizar) estos tres registros en el taller de lectura que hemos iniciado para le continuación de la revisión de los materiales trabajados hasta aquí.


[1] Jacques Lacan, “Lituratierra” en Otros escritos, tr. Graciela Esperanza y Guy Trobas, Paidós, Buenos Aires, 2012, p. 22.

[2] Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe, El título de la letra, tr. Marco Galmarini, EBA, Barcelona, 1980, p. 15.

[3] Idem.

[4] Jacques Lacan, “Obertura de esta recopilación”, en Escritos 1, tr. Tomás Segovia, Siglo XXI, México, 2009, p. 21.

[5] Nancy y Lacoue-Labarthe, El título de la letra, p. 15.

[6] Idem.

Posiciones

A consideración de Nancy y Lacoue-Labarthe, el examen que llevarán a cabo con “La instancia de la letra en el inconsciente…” podría realizarse con cualquiera de los escritos de Lacan, pero eso no implica “presuponer en ellos un sistema, legible o más bien visible como tal, más allá de la diversidad de los textos que se tratara”.[1] No solamente es un presupuesto al que renuncian sino que es, al mismo tiempo, el reconocimiento de que no existe una sistematicidad en el conjunto de los escritos de Lacan —tanto en los reunidos en 1966 como en aquellos que no fueron incluidos para dicha compilación— ni tampoco la hay en el trayecto de los seminarios, donde se puede apreciar que la enseñanza de Lacan avanza de un modo no lineal ni progresivo.  

Al respecto, Jean Allouch ha llegado a señalar que el seminario de Lacan presentaba una enseñanza viva.[2] A la manera de un taller, en cada una de las sesiones del seminario se podían presenciar los momentos de fabricación de los conceptos, así como los tropiezos y las dificultades a los que Lacan se iba enfrentando. Los escritos, en cambio, presentan de una manera excesivamente condensada lo que había sido un trabajo de sesiones enteras de seminario. En ese sentido, nos parece importante no perder de vista que ni siquiera los escritos de Lacan pueden ser leídos con un carácter de definitividad, pues en muchas ocasiones sólo fungieron como mojones de un recorrido no clausurado.

Como lo advertimos antes (Estilos de lectura), si El título de la letra de Nancy y Lacoue-Labarthe puede ser entendido como una excepción a la “regla” de que leer a Lacan es leer los seminarios (Allouch dixit),[3] esto no sólo se debe a que para ese año aún no había publicaciones “oficiales” de los seminarios (pues se podía acceder a las estenografías). Nos parece, de un modo más cardinal, que se trata de un verdadero posicionamiento de lectura de parte de ambos filósofos, en la medida en que le otorgan una primacía a lo textual que es asumida no sin ciertos presupuestos y limitaciones que no son puestos de lado sino explicitados. En tanto se trata de posiciones, como llegó a designarlas Jacques Derrida, en ellas se juegan escenas, actos y figuras de la diseminación cuyas huellas resultan innegables.[4]

Leer implica presupuestos —intentar una lectura desde un “punto de vista cero” es un prejuicio más— y los autores comparten al menos dos que acompañan su lectura, siendo premisas que le atribuyen al proceder de Lacan: 1) “la voluntad de desplazar (¿o de superar?) el discurso sistemático de la teoría, en nombre de una revolución freudiana”;[5] 2) “la voluntad, en consecuencia, de producir cada intervención como una unidad acabada de palabra o de texto, que reúna en su enunciación, cada vez, todo el trabajo puesto en juego, y diera, en el mismo instante, la totalización de los enunciados”.[6] Partiendo de estos presupuestos, los filósofos advierten:

Es mejor, por tanto, leer un texto de Lacan. Esto quiere decir que en cierto sentido, es mejor leer cada uno de sus textos en tanto centro de concentración e instancia de repetición de todos los otros, y es mejor leer uno como el texto único que pretende ser, con aquello que una voluntad semejante no puede dejar de connotar; el recurso al acontecimiento, a la proferación circunstancial, y, en consecuencia, a la palabra [parole].[7]

Subrayemos sin temor a ser reiterativos: se trata de leer un escrito de Lacan por lo que éste puede mostrar por sí mismo, en su singularidad —tanto cronológica como teórica, con respecto al itinerario de su enseñanza— pero sin ubicarlo como pieza clave de un pretendido sistema. Es así que en el ejercicio de lectura que ambos autores despliegan se vuelve crucial la circunstancia de elaboración y el acontecimiento que le dio lugar al texto en cuestión (como habremos de hacer notar en nuestro próximo envío). De hecho, sobre este último aspecto, en una nota a pie de página, los autores señalan que el lugar del discurso de Lacan es el seminario y no el “escrito”. Y precisamente es así que proponen comprender la noción de discurso, como la determinación teórica del lugar y el lazo que anuda los conceptos.

De este modo, ya desde las primeras páginas de El título de la letra, Lacoue-Labarthe y Nancy muestran estar bien advertidos de la especificidad del discurso lacaniano, el lugar de su enunciación, el público al cual va dirigido y la asistematicidad que lo caracteriza. Con ello han hecho explícitos los presupuestos y limitaciones de su trabajo de lectura, así como de su ejercicio de desciframiento y comentario. Esta situación, que a primera vista podría parecer el reconocimiento de una serie de dificultades insoslayables que podrían problematizar o incluso imposibilitar su acceso al discurso de Lacan, no debe ser entendida sino como una manera de irse abriendo camino. Está claro que los autores llevan a cabo una lectura en tanto filósofos, con las implicaciones que esto tiene, pero se previenen de leer a Lacan como filósofo. Siguiendo este orden de ideas es que podemos leer su insistencia:

Se tratará, pues, de descifrar lo que, de un modo que se quiere inédito, culmina en lo teórico. La lectura se dirigirá a un “texto” cuya ubicación y régimen propio ignora al comienzo, y al cual se verá forzada a plantearle la pregunta —si es que esto todavía puede ser objeto de una pregunta— por su naturaleza y su riesgo en tanto texto. Dicho de otra manera, la lectura tratará de obedecer a ese estilo que envuelve toda “cuestión” de lectura: ¿que hay en ella de Lacan? — ¿se trata realmente de un texto? ¿En qué sentido, si es que hay aquí un “sentido”? — ¿y hasta dónde?[8]

Así, las primeras páginas de El título de la letra están dedicadas a situar todos esos aspectos previos a la lectura, para así advertir el modo de entrarle a uno de los escritos de Lacan. Evidentemente, las secciones tituladas “Mise en place” (traducida como “Advertencia”) y “Un tour de lecture” (traducida por “Un estilo de lectura”), se hallan dispuestas como los lineamientos previos de lectura, pero son producto de una reflexión que sólo pudo tener lugar con posterioridad. El método (el camino seguido, basándonos en la etimología de la palabra) sólo puede ser visto después de haber sido recorrido. Al hacerlo así, los autores dan cuenta de un estilo de trabajo que hasta ese momento no tenía precedentes, si tomamos en consideración las propias palabras de Lacan pronunciadas en la sesión del 20/02/1973.

Para terminar, retomando el comentario que Lacan hizo del texto escrito por ambos filósofos, hay que destacar, en última instancia (que se vuelve la primera), que un trabajo de buena lectura implica ponerse límites. Y tal vez podamos agregar por nuestra parte que un ejercicio así también implica reconocer las propias limitaciones (tanto de lectura como de comentario y de desciframiento), pues es a partir de estos elementos que se podrán situar las coordenadas de trabajo. Con ello se puede ubicar la propia posición subjetiva desde la cual se lee y definir los derroteros a tomar. No sin ciertos desvíos e incluso extravíos en el trayecto.


[1] Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe, El título de la letra, tr. Marco Galmarini, EBA, Barcelona, 1980, p. 13.

[2] Cfr. Jean Allouch, “No se sostiene”, tr. Lucía Rangel, en me cayó el veinte, no. 36: Scripta volant.

[3] Cfr. Jean Allouch, El sexo de la verdad. Erotología analítica II [1998], tr. Silvio Mattoni, Cuadernos de Litoral, Córdoba, 1999, p. 87.

[4] Jacques Derrida, Posiciones [1972], tr. Manuel Arranz, Valencia, Pre-Textos, 1977.

[5] Nancy y Lacoue-Labarthe, El título de la letra, pp. 13-14.

[6] Ibidem, p. 14.

[7] Idem.

[8] Ibidem, pp. 14-15.

Una experiencia única

Como lo indicamos en el último envío (Nuncio de un retorno a Freud), en El título de la letra Nancy y Lacoue-Labarthe mencionan que no evaluarán la legitimidad ni medirán la pertinencia del pasaje que Jacques Lacan lleva a cabo por la filosofía. Hacerlo de ese modo supondría disponer de algo así como una “verdad de Freud”, a partir de la cual juzgar la conveniencia del recorrido realizado por el psicoanalista. Pero además indican que su lectura “tampoco apelará en absoluto al dominio propio del análisis mismo, y menos aún a su práctica, o —como la denomina Lacan— a la ‘clínica’”.[1] Con ello se entiende que tampoco ese ámbito podría convertirse en un referente al cual adecuar su lectura. Este asunto merece varias consideraciones.

Está claro que ni Nancy ni Lacoue-Labarthe practican el psicoanálisis —y en este punto nos adelantamos a una extravagante objeción que Jacques Derrida hizo años más tarde, asegurando que no haber estado en análisis no le impedía ser analista “à mes heures”, es decir, cuando le daba la gana[2]— pero también que ninguno de ellos, al menos hasta el momento de la elaboración de ese texto, había pasado por la experiencia de análisis. En ese sentido, ambos reconocen que no apelar al dominio propio del psicoanálisis —que nosotros preferimos nombrar como experiencia en vez de recurrir a la noción más althusseriana de praxis— no deja de ser algo paradojal. ¿Es que acaso se puede hablar del psicoanálisis sin haber pasado por la experiencia de análisis?

Lacan llegó a ser categórico con respecto a este asunto. En una conferencia impartida en octubre de 1967, en el Centro Hospitalario del Vinatier en Lyon, cuyo título fue “Lugar, origen y fin de mi enseñanza”, comentó lo siguiente:

Uno entra en este campo de saber [el psicoanálisis] por una experiencia única que consiste simplemente en psicoanalizarse. Después de lo cual, se puede hablar. Se puede hablar, lo que no quiere decir que se hable. Se podría. Se podría si se quisiera, y se querría si se hablara a gente como nosotros, que sabe, pero entonces, ¿de qué serviría? Luego, uno se calla tanto con los que saben como con los que no saben, porque los que no saben no pueden saber.[3]

Aquellos que pueden hablar de la experiencia de análisis son aquellos que han pasado por dicha experiencia; de lo contrario, ¿cómo podrían dar cuenta de ella? De cierto modo esto reitera un punto que ya hemos tratado: el discurso lacaniano no pretende hablar de la teoría por sí misma; no se trata de un discurso de reflexión filosófica ni compuesto por investigaciones antropológicas o lingüísticas. El psicoanálisis tiene su anclaje en una experiencia: psicoanalizarse. Y nos parece que buena parte del esfuerzo de la enseñanza de Lacan se dirige precisamente a rectificar al psicoanálisis de sus desviaciones, al mismo tiempo que instaurar una nueva orientación en la práctica sin caer en la alharaca intelectualista de la época. 

Ahora bien, no son pocos los que consideran que esta apelación a la experiencia de análisis para poder hablar del psicoanálisis resulta enfadosa. Los filósofos han sido los principales en objetar este aspecto. Tan sólo para mencionar un ejemplo, en 1950 Karl Jaspers exhortó a no permitir la entrada del psicoanálisis a la Universidad de Heidelberg, debido al carácter hermético y esotérico que para él representaba el análisis. Incluso Nancy y Lacoue-Labarthe llegan a referirse al “misterio” de dicha experiencia (y por nuestra parte reiteramos la pregunta: ¿qué tiene de misteriosa?). Y a pesar de ello, eso no ha detenido a algunos filósofos para proponer conceptos, orientaciones e incluso rectificaciones epistemológicas al y del psicoanálisis (pienso en Paul Ricoeur, con su forma de “hermeneutizar” a Freud) aun y cuando jamás hayan pasado por un análisis.

Cabe preguntarse: ¿el énfasis en esa experiencia es una dificultad para acceder al psicoanálisis desde ámbitos como el filosófico o será que este aspecto devela una dificultad intrínseca al propio quehacer filosófico? Sin pretender hacer una generalización desmedida —pues más de dos milenios de pensamiento filosófico no pueden ser reducidos de un solo tajo—, no es difícil advertir que, en muchos momentos, la filosofía ha quedado prisionera del pensamiento sin implicación alguna en acto. Esto no tendría por qué ser así. La filosofía no siempre ha sido un discurso vacío de especulación sin incidencia en la vida.

Si Nancy y Lacoue-Labarthe admiten el carácter “paradojal” de la situación en la que ellos mismos se introducen, al mismo tiempo dejan constancia de que ésta “tiene su origen en una razón de competencia, pero también, y en primer lugar, en una razón del texto mismo de Lacan, así como del pasaje (por lo) filosófico que en él se cumple”.[4] A decir de ambos autores:

Se trata, en consecuencia, de examinar lo que produce el análisis cuando ocurre en el campo teórico, a fin de poder preguntar qué hay en él de empresa que no se da tanto en la subordinación a lo “teórico” como en la intervención en tal teórico, a partir de un “afuera” que quiere interpelar e inspeccionar la teoría misma.[5]

En efecto, si bien es cierto que el psicoanálisis se halla anclado en la experiencia de análisis (lo cual podría evitar grandilocuentes aventuras interpretativas), eso no debería ser una limitación para que éste incida en otros ámbitos, y no solamente en otros campos teóricos sino también en los artísticos. Lo que el psicoanálisis revela en tanto experiencia, así como el discurso que sobre ella se elabora, puede llegar a tener una incidencia en otros ámbitos. En ese sentido, Nancy y Lacoue-Labarthe se interesan por el discurso lacaniano —al menos por uno de sus escritos— por lo que este incide en lo teórico. Y de ese modo, sin negar la propia limitación de lectura e intervención que ambos pueden llegar a tener, reconocer los alcances del psicoanálisis más allá de la experiencia que le da origen.


[1] Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe, El título de la letra, tr. Marco Galmarini, EBA, Barcelona, 1980, p. 12.

[2] Jacques Derrida, Resistencias del psicoanálisis, tr. Jorge Patigorsky, Paidós, Buenos Aires, 2010, p. 87.

[3] Jacques Lacan, “Lugar, origen y fin de mi enseñanza”, en Mi enseñanza, tr. Nora A. González, Paidós, Barcelona, 2007, p. 20.

[4] Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe, El título de la letra, p. 12.

[5] Ibidem, p. 13.

Nuncio de un retorno a Freud

“Al menos, así se instituyó el discurso de Lacan: según el régimen de una articulación de lo “teórico” sobre lo “práctico”, y según el movimiento de una reconstitución de la identidad propia por un regreso a los orígenes”.[1] En un envío anterior (Una reconstrucción teórica) hicimos algunas consideraciones acerca de la relación (o del tipo de relación) que Lacan estableció entre lo teórico y lo práctico,¿qué hay de esa referencia a un “regreso a los orígenes” que Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe mencionan? Pues bien, se trata de un momento preciso de la enseñanza de Jacques Lacan.

El 7 de noviembre de 1955, durante una conferencia impartida en Viena, Lacan se autodenomina nuncio del designio de un retorno a Freud. Expresado apenas dos años después de la introducción de su ternario, con este “retorno a…” Lacan denuncia, al mismo tiempo, que después del exilio en Norteamérica y la diáspora de sus miembros, el movimiento psicoanalítico sufrió una desviación en cuanto a su modo de proceder, a causa de la psicología del yo. Es por ello que Lacan se propone llevar el mensaje freudiano por medio de un retorno a la obra de su fundador:

No se trata para nosotros de un retorno de lo reprimido, sino de apoyarnos en la antítesis que constituye la fase recorrida desde la muerte de Freud en el movimiento psicoanalítico, para demostrar lo que el psicoanálisis no es, y buscar junto con ustedes el medio de volver a poner en vigor lo que no ha dejado nunca de sostenerlo en su desviación misma, a saber, el sentido primero que Freud preservaba en él por su sola presencia y que se trata aquí de explicitar.[2]

Este retorno se define por el comentario de la obra freudiana (o, por lo menos, de ciertos aspectos claves de dicha obra), operación que, como es sabido, llevó a cabo durante buena parte de sus seminarios, y que fue definida “no sólo para volver a situar una palabra en el contexto de su tiempo, sino para medir si la respuesta que aporta a las preguntas que plantea ha sido o no rebasada por la respuesta que se encuentra en ella a las preguntas de lo actual”.[3] Este ejercicio de comentario iniciado en 1953 ha sido situado por algunos —pienso en Jean Allouch[4] y Philippe Julien[5]— como un momento no inaugural de la enseñanza de Lacan y que se diferencia de sus primeras elaboraciones. Y es precisamente la función de comentario la que resulta cardinal para difundir el mensaje freudiano, a la manera de un nuncio.

Responsable de llevar un mensaje, una noticia o un encargo de una persona a otra, ya desde la Antigüedad el nuncio corría el riesgo de ser victimado. Freud mismo relató la historia del rey Boabdil, quien al enterarse de la caída de la Alhambra, quemó las cartas y mató al mensajero como una muestra de su poderío. Esta acción fue leída por Freud como un caso límite de defensa ante lo insoportable.[6] Si bien Lacan no teme ser decapitado, por fungir como nuncio del mensaje freudiano (aunque años más tarde habrá de ser excomulgado), él mismo admite que teme correr el riesgo de decepcionar a sus oyentes.

Ahora bien, ¿cómo entender este retorno a Freud? Sin pretender abarcar todos sus alcances y sus implicaciones, destacaremos un énfasis realizado por el propio Lacan: “El sentido de un retorno a Freud es un retorno al sentido de Freud”,[7] pero, más particular y esencialmente, a la cuestión de la verdad que “en la boca de Freud agarra al toro por los cuernos”,[8] y cuya prosopopeya es bien conocida:

“Soy pues para vosotros el enigma de aquella que se escabulle apenas aparecida, hombres que sois tan duchos en disimularme bajo los oropeles de vuestras conveniencias. No por ello dejo de admitir que vuestro azoro es sincero, porque incluso cuando os hacéis mis heraldos, no valéis más para llevar mis colores que esos hábitos que son los vuestros y semejantes a vosotros mismos, fantasmas, que eso es lo que sois. ¿Adónde voy pues cuando he pasado a vosotros, dónde estaba antes de ese paso? ¿Os lo diré acaso algún día? Pero para que me encontréis donde estoy, voy a enseñaros por qué signo se me reconoce. Hombres, escuchad, os doy el secreto. Yo, la verdad, hablo.”[9]

Nuncio del mensaje freudiano a través de un retorno, ¿Lacan también funge como heraldo de la verdad? Sólo podría serlo en tanto que advierte cómo encontrarla, al mismo tiempo que la distingue de aquella que tradicionalmente ha sido buscada por sus amantes (los filósofos, que si llegan a atisbarla, pronto la sepultan), advirtiendo que es “el discurso del error, su articulación en acto, [donde se] podía dar testimonio de la verdad contra la evidencia misma”.[10] Y es que la verdad acontece en la equivocación, para la cual no hay refugio; vagabunda de lo que se ha considerado por los hombres como lo menos verdadero, es ahí donde se halla su morada: el sueño, el acto fallido, el lapsus, el nonsense y el azar.

Es por este retorno a Freud, a su sentido y a la verdad expresada en su obra, que se volvió inexorable una reconstrucción teórica y una articulación con otras ciencias, para terminar con el gesto de acogida que habían dado al psicoanálisis. Retorno que ha sorprendido a muchos (incluso a un Jean-Luc Marion, tan alejado del psicoanálisis), precisamente porque no busca ser una mera repetición de Freud, así como tampoco pretende instaurar una suerte de continuidad con los planteamientos freudianos. Como ha destacado Allouch, el retorno a Freud fue motivado por la introducción de un nuevo paradigma en el campo del psicoanálisis. En ese sentido, el mensajero se daba prerrogativas en cuanto al contenido de lo transmitido, así como al estilo de su transmisión. Nancy y Lacoue-Labarthe destacan una diferencia importante en cuanto al modo de proceder de cada uno:

Son bien conocidos los grandes rasgos de esta institución: la verdad de Freud exigía, para estar articulada, el recurso a otras ciencias fuera de las que parecían delimitar su campo (biología y psicología). Por lo tanto, [para Lacan] fue menester construir, para constituir el discurso psicoanalítico en general, todo un sistema de préstamos de la lingüística, la etnología estructural, la lógica combinatoria.[11]

Sería un error creer que dicha reconstrucción teórica o articulación fue una suerte de pastiche que tomaba préstamos de donde más convenía. No solamente requirió de una reformulación de los conceptos retomados, sino que implicó, de un modo más esencial, poner en evidencia lo que muestra la propia experiencia psicoanalítica. A decir de Nancy y Lacoue-Labarthe:

este procedimiento hacía necesario el discurso acerca de su propia legitimidad, esto es, un discurso epistemológico; o más bien, en la medida en que se veía constituir así no solamente una ciencia, sino una cientificidad inédita, un discurso sobre la epistemología. Y el conjunto de la operación representaba en definitiva un pasaje explícito del discurso del análisis por el discurso filosófico, pasaje que el mismo Freud, por mucho que lo haya evocado o indicado implícitamente, jamás lo practicó como tal.[12]

Un pasaje del discurso psicoanalítico por el filosófico ha de entenderse a la manera de un viaje. Se pasa por una ciudad para poder arribar a otro lugar. Para Lacan ese recorrido implicó pasar por la filosofía —tarea que ya desde la escritura de su tesis se vio plasmada por referencias a Baruch Spinoza, Max Scheler, Karl Jaspers, entre otros— pero no para hacer de esta última su destino, sino únicamente como una estación de paso.  Al respecto, los autores señalan: “Esto no quiere decir que tengamos que apreciar las modalidades de este pasaje para evaluar su legitimidad o para medir su pertinencia. Ello supondría que dispusiéramos de algo así como una verdad de Freud.”[13]

En efecto, podemos coincidir que evaluar la legitimidad o medir la pertinencia de un pasaje por la filosofía, así como por otras ciencias (antropología y lingüística, por ejemplo), sería equivalente a valorar la adecuación que estos elementos tendrían con el discurso freudiano. Sin embargo, ¿hasta qué punto ambos autores podrán evitar una suerte de evaluación o valoración de la pertinencia de los préstamos (las desviaciones, como ellos las denominan) que Lacan adopta del discurso de ciertos filósofos? La pregunta queda abierta.


[1] Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe, El título de la letra, tr. Marco Galmarini, EBA, Barcelona, 1980, p. 11-12.

[2] Jacques Lacan, “La cosa freudiana, o sentido del retorno a Freud en psicoanálisis”, en Escritos, tr. Tomás Segovia, Siglo XXI, México, 2009, p. 381.

[3] Idem.

[4] Cfr. Jean Allouch, Freud, y después Lacan, tr. Elisa Molina, Epeele, México, 2009, pp. 21-33.

[5] Cfr. Philippe Julien, El retorno a Freud de Jacques Lacan, tr. Raquel Capurro, Sitesa, México, 1992, pp. 52-63.

[6] Sigmund Freud, “Carta a Romain Rolland (Una perturbación del recuerdo en la Acrópolis)”, en Obras completas, tr. José Etchevarry, t. XXII, Amorrortu, Buenos Aires, 2008, p. 219.

[7] Jacques Lacan, “La cosa freudiana…”, op. cit., p. 382.

[8] Ibidem, p. 385.

[9] Ibidem, pp. 385-386.

[10] Ibidem, p. 386.

[11] Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe, El título de la letra, p. 11-12.

[12] Ibidem, p. 12.

[13] Idem.

Una reconstrucción teórica

En las primeras páginas de El título de la letra, Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe reconocen que una de la razones por las cuales eligieron leer “La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud” de Jacques Lacan, se debe a su posición o a su función de texto “teórico” (el entrecomillado de los autores problematiza esta noción), así como por la articulación del discurso psicoanalítico sobre —no en el sentido de estar por encima de— el discurso científico y filosófico. Todo lo anterior le daría un aspecto universitario (en el sentido de una apariencia o una forma de presentación), tema que abordaremos en otro momento.  

Ciertamente, en ese escrito Lacan establece algunas relaciones del psicoanálisis con otras ciencias teóricas, como la antropología, la lingüística y la filosofía. Eso no significa, por supuesto, que Lacan pretenda teorizar acerca del lenguaje y sus estructuras; tampoco que se aboque al estudio de la cultura y la sociedad; menos aún que vaya a filosofar sobre el ser. Como lo destacamos anteriormente (El relevo del catecismo), el interés de Lacan está puesto en el psicoanálisis, particularmente en su práctica, de manera que su acercamiento a esas ciencias no implica supeditarse a sus postulados ni convenir con sus autores. Y, a pesar de ello, una de las consecuencias que tuvo esa puesta en relación fue una reelaboración teórica del psicoanálisis.

Siguiendo este orden de ideas, Nancy y Lacoue-Labarthe mencionan: “Leer a Lacan es, sin duda, leer ante todo el discurso por el cual se ha planteado (por fin) la cuestión de una verdadera relación entre el psicoanálisis y el orden ‘teórico’ en general”.[1] Hasta antes de Lacan, la ciencia y la filosofía habían compartido su “acogida” del psicoanálisis con actitudes clásicas como “el silencio (desconocimiento o negación), la hostilidad declarada, la anexión, la confiscación o la consagración a los fines, inmutables, de tal o cual aparato teórico”.[2] Por paradójico que esto pudiera resultar, dicha forma de recepción parece mantener la huella del fundador del psicoanálisis.

En efecto, Freud inscribió al psicoanálisis en el marco de una jurisdicción teórica que le antecedía: las ciencias de la naturaleza (Naturwissenschaften), con el talante positivista que las caracterizaba. Si bien es cierto que Freud no se ciñó del todo a éste  —como en ocasiones algunos han enfatizado, denunciado un cientificismo que pierde de vista su interés por los restos del discurso científico, como son los sueños, los chistes, los actos fallidos, los lapsus, por no mencionar la recuperación del carácter explicativo del mito— tampoco puede decirse que haya reflexionado mucho acerca de la naturaleza (tanto teórica como epistemológica) del psicoanálisis, así como de su relación (o no relación) con otras ciencias. En contraste:

“La intervención de Lacan consistió en romper con el sistema de la ‘acogida’, para hacer intervenir, precisamente, el psicoanálisis mismo en un campo teórico, hasta llegar a proponer un nuevo trazado de la entera configuración del uno y el otro, y de uno en el otro.”[3]

Ni subordinación ni inscripción, para terminar de una buena vez con esa actitud de acogida, la intervención del discurso lacaniano reconfiguró una nueva relación entre el psicoanálisis y esos discursos teóricos. En ese sentido, no se trata de reavivar las viejas preguntas (¿hay o no teoría psicoanalítica?, ¿el psicoanálisis es o no una ciencia?) que establecerían una solución meramente dicotómica (que un Jacques Derrida no dudaría en calificar de metafísica). Es que Lacan no se posiciona en una lógica binaria —de ahí su indecibilidad— sino en un entramado más complejo. Es por ello que la incidencia del discurso lacaniano no solamente tuvo consecuencias para el acto al cual se dirige, sino, como en un efecto de rebote, para el discurso teórico en general.

Así, cada uno de los elementos que se ponen en juego en el discurso de Lacan, y que han sido abordados desde otros campos (tales como son la metáfora, la metonimia, el significante y el significado en la lingüística), atraviesan por una transformación necesaria en función de la experiencia analítica. Al respecto, Nancy y Lacoue-Labarthe hablarán de una “desviación” (détournement), por parte de Lacan, de ciertos conceptos de la lingüística. Operación que el mismo Lacan explicita en el uso que hace de cierto algoritmo matemático.[4] En principio, esta desviación (détournement) no tendría que escandalizarnos. Como ya lo hemos mencionado (Una demanda de lectura), los autores advierten que no es posible prescindir del desvío (détour) en un recorrido (tour) de lectura. ¿Y no es acaso una operación así inevitable cuando se trata de construir un nuevo paradigma para el psicoanálisis, como lo fue S.I.R. desde su enunciación en 1953?

No faltará quien vea en la reelaboración que hace Lacan una pretensión de renovación fatua; el capricho y la pretensión por una originalidad abigarrada. Este tipo de lecturas adolecen de una buena cuota de psicologismo, perdiéndose en los cotilleos de la historia y en los restos de las psicobiografías. Creemos que las razones de una articulación así responden a otros motivos, mismos que son ubicados por Nancy y Lacoue-Labarthe con precisión:

se trataba, ante todo, de replantear o de rectificar la práctica psicoanalítica, en la medida en que ésta, de vuelta de su exilio fuera de Europa, seguía el camino de un “refuerzo del yo” bajo la férula del psicologismo y del pragmatismo anglosajón, es decir el camino del refuerzo de las resistencias del “narcisismo” o de la intimación de sus “identificaciones imaginarias’” y en que su finalidad social y política era la del “alma-a-alma liberal” acondicionada a la europea, esto es, a la “comprensión jaspersiana” y al “personalismo de pacotilla”.[5]

Sabido es que uno de los principales blancos de crítica del discurso lacaniano —especialmente durante la década de 1950— era la psicología del yo, versión norteamericana del psicoanálisis que, como su nombre lo indica, coloca al yo del analista como medida de la realidad para el analizado; estrategia de un pretendido reforzamiento del yo por obra de una identificación imaginaria y en vistas a un dominio del inconsciente. Esta vertiente piensa la relación analítica como dual, situación que conduce al desconocimiento, la denegación y la alienación narcisista. Por si fuera poco, del inconsciente hicieron un cúmulo de lo instintivo, lo intuitivo y lo pasional, valiéndose de una noción homónima y ajena a la concepción freudiana. 

Es esta desviación (détournement, una vez más) de la obra freudiana la que Lacan denuncia. La reelaboración teórica que emprende responde a un esfuerzo por rectificar ese “frenesí en la teoría” que ha llevado a un extravío del psicoanálisis, no por un mero objetivo teórico sino por lo que esto implica para la experiencia. Nancy y Lacoue-Labarthe señalan: “Para liberar al psicoanálisis de esta función ortopédica, era necesario reajustarlo a sí mismo. Por esta razón, la tarea práctica implicaba una reconstrucción teórica”.[6] En ese sentido, no se trataba de ajustar al psicoanálisis a otras disciplinas o a otras ciencias; tampoco a ciertas tesis teóricas provenientes de esos campos. Se trata, por el contrario, de ajustarlo a sí mismo; es decir, a la experiencia misma del análisis, desplegando y desarrollando lo que ésta pone en evidencia.  


[1] Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe, El título de la letra, tr. Marco Galmarini, EBA, Barcelona, 1980, p. 10.

[2] Idem.

[3] Ibidem, p. 11.

[4] Cfr. Jacques Lacan, “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo”, en Escritos, tr. Tomás Segovia, Siglo XXI, México, 2009, p. 781.

[5] Ibidem, p. 11.

[6] Ibidem, p. 11.