Fracasar bajo el signo del amor: el pase fallido del Vicecónsul

Mis alumnos,
si supieran adonde los conduzco,
estarían aterrorizados.

— Jacques Lacan[1]

Como se mencionó en un envío anterior (Una carta sibilina sobre el pase), si ese curioso personaje “Jean Al” de los Viajes extraordinarios por Translacania de François Perrier es Jean Allouch, entonces su texto “El pase fallido del Vicecónsul” —publicado en 1978— permite esclarecer la aseveración de que el Vicecónsul de Marguerite Duras “traduce perfectamente esa forma de desubjetivación que es de esperar” en el pase. Esta operación de traducción es reiterada cuando, luego de destacar la transformación estilística de la obra de Duras (El objeto y el estilo), Allouch menciona que la exigencia de insertar (tal vez de forma imposible) la pregunta del lector (y para el lector) en el corazón del texto se traduce por la invención de un dispositivo de escritura que no deja de evocar el dispositivo del pase. Al tratarse de un asunto de traducción, las relaciones que se establecen están dadas por el sentido. Vayamos pues a los textos.


Jean Marc de H. fue elegido candidato para el cargo de Vicecónsul en Lahore (que en aquel entonces formaba parte de la India), un lugar al cual no logra acostumbrarse. El calor es insoportable, la bebida se convierte en un hábito frecuente. Un año y medio después de su llegada, ocurrió una serie de incidentes calificados como “penosos” por las autoridades: desde su balcón, el Vicecónsul disparó por la noche sobre los jardines de Shalimar, donde se refugian los leprosos y los perros de Lahore. El Vicecónsul asume la “responsabilidad total” de los hechos, a pesar de que su acto nunca es asumido como premeditado. Un acontecimiento así sólo puede ser ubicado como un pasaje al acto, pues arribó de un modo intempestivo y no se deja reabsorber por un relato. En palabras del Vicecónsul: “Me limito, simplemente, a hacer constar aquí la imposibilidad en que estoy de dar cuenta de una manera comprensible de lo que ocurrió en Lahore”.[2] Precisamente, es a raíz de su acto que el Vicecónsul se hallaría en una situación subjetiva que traduce aquella esperada en el pase.  

En la “Proposición”, al final de la partida analítica, Lacan localiza un des-être (des-ser) de lado del analista y una destitución subjetiva del lado del analizante, pero no ofrece definición alguna de esta última. Tal vez el texto “Sobre la destitución subjetiva” (1985) de Allouch pueda dar algunas indicaciones.[3] Allouch plantea que un análisis le da sustancia de a minúscula al analista e instaura al sujeto como destituido o dividido por el objeto rechazado. A raíz de este rechazo, el sujeto no puede igualarse a sí mismo, de modo que sólo puede hacerlo al nivel del no-todo saber, de la impotencia de saber, lo que, en última instancia, hace que tenga lugar una conversión en la posición del sujeto en su relación con el saber. De manera que la destitución subjetiva —como “promesa” al final de un recorrido analítico— sería propiamente una desubjetivación.

En otras palabras, la situación subjetiva del Vicecónsul es la de una desubjetivación. Esta desubjetivación no puede desligarse —como cuando se habla de una ligadura de notas musicales— de otra historia contada en la novela de Duras: la de una mendiga que vaga por las calles de Calcuta. Las historias de la mendiga y la del Vicecónsul nunca se cruzan, pero, a decir de Marguerite Duras, el relato de ella es la “sintaxis musical”[4] que prepara la entrada del Vicecónsul. Las primeras líneas de la novela ofrecen esa pauta que los incluye a ambos:

¿Qué hay que hacer para no regresar? Hay que perderse. No sé hacerlo. Aprenderás. Quisiera alguna indicación para perderme. Hay que abandonar toda reserva mental, estar dispuesto a no saber nada de lo que antes se sabía, dirigir los pasos hacia el punto más hostil del horizonte, una especie de vasta extensión de ciénagas cruzada en todos los sentidos por mil taludes, no se sabe por qué. […] Hay que saber que el punto del horizonte que te saldrá al encuentro ya no es, probablemente, el punto más hostil, aunque así lo parezca, sino un punto que ni siquiera se puede imaginar que lo es.[5]

Así, luego de cinco semanas de acaecido su acto, el Vicecónsul se halla en Calcuta a la espera de un veredicto, una revocación —que él no ha solicitado— o, más exactamente, se halla a la espera de una nominación que hasta ese momento se ha mantenido en suspenso. La suspensión no depende del Sr. Stretter, en su calidad de embajador, sino de un hecho de estructura. Es que los leprosos y los perros de Lahore no constituyen parte contraria para su revocación. Y dado que nadie conoce los hechos (sólo el embajador y su mujer, Anne-Marie Stretter), los incidentes permanecen en el orden de un decir que, según Allouch, se mantiene en la suposición, un “se supone ha sido dicho” (supposé avoir été dite). Es un decir que permanece opaco, alimentado por el rumor de las voces, por el vox populi que cuchichea sobre lo sucedido.

Duras pone de manifiesto este costado del decir a partir de un recurso narrativo: una serie reiterada de frases que inician con un “se dice” (on dit) y algunas variaciones que, aunque menos frecuentes, forman parte del mismo recurso: “se pregunta”, “se piensa”, “se habla”. Toda Lahore es un “se supone ha sido dicho” (supposé avoir été dite) que no llega al “se habrá dicho” (il aura été dite). Esa insistencia repetitiva del “se dice”, señala Allouch, tiene lugar en la novela como un imposible redicho (redit), como una repetición imposible y es de esa misma imposibilidad —que no cesa de no escribirse, que no alcanza la inscripción— de la que se sostiene la suspensión de dicha nominación.

¿Quién habla en ese se dice? ¿Cuál es su función y su alcance? A diferencia de lo que plantearía un Heidegger (sobre la “inautenticidad” que conlleva el “se” en proposiciones como “se dice”, “se piensa”, “se cree”) o lo que dictaría el “sentido común” (que habría que desconfiar del “se dice” por tratarse de puro chismorreo), Allouch advierte que el “se dice” no se halla fuera del campo de la verdad, pues permite distinguir entre un otro imaginario (como semejante, espectador o interlocutor al cual uno se dirige) de un Otro simbólico (como lugar de la palabra). El “se dice”, al no dirigirse a nadie o dirigirse a cualquiera, intenta llevar algo de la palabra al lugar de la destinación. Más aún: el “se dice” pertenece al pleonasmo, a la redundancia, a la repetición de lo que allí se pone en juego hasta convertir un hecho en un hecho del decir, esto es, hasta separar ese hecho del terreno del ser para llevarlo al lugar del Otro en tanto decir.

Al interrogarse por el lugar de la destinación y su alcance constituyente se abre la vía para instaurar un “dígales” (dites-leur) que alimente ese “se dice”. Lo que muestra que el Vicecónsul no renuncia al decir cuando se abstiene de dar una explicación de su acto, pero no será él sino ellos quienes darán testimonio, quienes finalmente portarán el decir del Vicecónsul para esa nominación. En este sentido, estructuralmente hablando, el asunto no es diferente en el dispositivo del pase: éste no tiene lugar por la vía de un testimonio directo (señalamiento que concuerda con las palabras de “Jean Al” en el libro de Perrier: “si fuese posible que el pasante diese testimonio directo […] habría que considerar el dispositivo, ipso facto, como una fantasía de Lacan”) sino por la vía del testimonio indirecto que ofrecen los passeurs. En el caso del Vicecónsul, dos serán sus passeurs: el director del Círculo Europeo y Anne-Marie Stretter.

Cada noche, el Vicecónsul se encuentra con el director del Círculo. Le habla, se hace escuchar por él. El director bosteza, se duerme, despierta, se ríe, se vuelve a dormir… lo que al Vicecónsul no parece importarle demasiado. Ambos se hallan, por cierto, en la misma situación subjetiva: habitados por una inquietud por la cual no logran habituarse a la India. Y de la misma manera en la que, según el dispositivo del pase, el passant y el passeur se hallan en el pase, pero no de la misma manera (lo que rompe con una posible simetría). En efecto, la disparidad entre ambos está dada por el hecho de que las confidencias del Vicecónsul serán relatadas por el director a toda Calcuta y, en especial, al embajador, quien habrá de decidir con respecto a la nominación. Así, el director fungirá como vehículo del decir del Vicecónsul: “Director, hable a todo aquel que quiera escucharle, cuente a quien quiera oírle todo lo que yo le cuento”.[6]

Anne-Marie Stretter aparece como la segunda passeur del Vicecónsul: “quisiera ser escuchado por usted, precisamente por usted, esta misma noche”. Pero un fragmento de ese encuentro, transcrito por Allouch, permite ubicar el instante preciso en el que el Vicecónsul invierte los lugares, haciéndose él mismo passeur del Vicecónsul de Lahore, lo que permite ubicar un movimiento a nivel del yo que se desplaza hacia una terceridad:

—Además, es eso lo que yo querría tratar de decirle. Después, se sabe que es uno el que estaba en Lahore en la imposibilidad de ser ahí. Soy yo quien [c’est moi qui]… el que [celui qui] le habla en este momento… es él [lui]. Yo quería que usted escuchase al Vicecónsul de Lahore, yo soy ése.
—¿Y qué dice él [que dit-il]?
—Que no puede decir nada sobre Lahore, nada, y que debe usted comprenderle.
—¿Acaso merece la pena?
—¡Oh, sí! Si usted lo desea también puedo decir: Lahore era todavía una forma de la esperanza. Comprende usted, ¿verdad?
—Creo que sí. Pero yo pensaba que había otra cosa… que se podía hacer otra cosa, sin ir hasta donde usted, hasta donde usted ha ido…
—Tal vez. Ignoro qué. Pero intente, al menos, se lo suplico, percibir Lahore.

Del “soy yo quien” (c’est moi qui) a “el que” (celui qui) para luego hablar de “él” (lui) se instaura un recorrido cuya tentativa es la de instaurar un dicho (dit) que, alcanzando el “se dice” (on dit), haga corte. Ese lui es análogo al il en francés de la expresión il pleut, il pleut sur Calcute (llueve, llueve sobre Calcuta), que marca el lugar del decir y al mismo tiempo posee un alcance subjetivante.[7] Pero este lugar sólo puede ser efectivamente reconocido si se desactiva la creencia en la autonomía del yo, lo que en última instancia reitera el hecho de que un testimonio directo del pase tendría función de engaño, de semblante, pues no sería mas que otro ropaje del yo. Al respecto de este punto, Lacan es convocado:

Así funciona el i(a) con el cual se imaginan el yo y su narcisismo, haciendo de casulla para ese objeto a que constituye la miseria del sujeto. Esto porque el (a), causa del deseo, por estar a merced del Otro, angustia pues ocasionalmente, que se viste contrafóbicamente con la autonomía del yo, como lo hace el cangrejo ermitaño con cualquier caparazón.[8]

Para Allouch, la insistencia del Vicecónsul de prestarse a ese il, el movimiento de inscribir su decir en el lugar de ese il, es un acto que no sólo apunta a suscitar decires sino también un acto por el cual a minúscula es puesta en juego en A mayúscula: lugar de la palabra, lugar constituyente del sujeto, instancia a donde se dirige el decir, campo de inscripción de lo que se articula en el deseo. Pero ¿acaso demandar que dicha instancia de inscripción sea más “ubicable” o “precisa” no permitiría ceñir mejor el asunto? Una demanda así sólo apunta a una reificación del Otro en alguna de sus diversas encarpaciones (encarnación y ocupación), impidiendo toda posibilidad de alcanzar su inexistencia en virtud de una legitimación que no sería mas que otro ropaje del yo, un caparazón más para el endeble cangrejito que busca hallar refugio.

Pero no perdamos de vista que el pase del Vicecónsul… es fallido. Es un pase que no ha sido franqueado, que ha fracasado. ¿Por qué? Por amor… por el amor de Anne-Marie Stretter, que le hace proferir, exclamar, gritar al Vicecónsul que prefiere permanecer en Calcuta para estar cerca de ella. Esta situación pareciera repetirse casi de la misma manera en el texto/teatro/filme India Song, con la salvedad de que, desde el inicio, se nos advierte que Anne-Marie Stretter está muerta. Así, esta última historia ya no se desarrolla bajo el signo del amor sino bajo el signo de la muerte, presentificada por el decir de unas bocas cosidas (bouches couses): voces separadas de sus cuerpos que, por medio de su decir, reducen la presencia de las imágenes. No es que las escenas del filme sean narradas por esas voces (como voces en off), pues la lectura que realizan no se reduce a la duplicación de lo que aparece en pantalla. En un resumen escrito por Duras se indica al respecto de dichas VOCES (así, con mayúsculas):

Unas VOCES —sin rostro— hablan de la historia, cuatro en total […]. Las VOCES no se dirigen al espectador o al lector. Tienen una autonomía total. Hablan entre ellas. No saben que son escuchadas. Las VOCES han conocido, han leído la historia de ese amor hace mucho tiempo. Unas la recuerdan mejor que otras. Pero ninguna la recuerda por completo, tampoco ninguna la olvidó del todo. En ningún momento se sabe de quiénes son esas VOCES.[9]

Resulta inevitable remitir estas líneas a otras de Jean Allouch: “El correlato del olvido, de un olvido efectivo, no es el amor sino la nominación a la cual el Vicecónsul, al dimitir, se sustrae definitivamente”.[10] En efecto, la segunda tentativa de pase, que tiene lugar en India Song, fracasa porque el Vicecónsul termina por renunciar a la nominación. Sólo ésta podía acabar de una buena vez con ese amor que el olvido no habrá de llevarse, pero es a ella —la nominación— a la que el Vicecónsul dimite.

Que el fracaso del pase del Vicecónsul haya que imputárselo a ese amor está claramente señalado en los dos textos de Allouch publicados en 1978… pero no nos quedaremos allí. Se vuelve preciso destacar otra consecuencia de su lectura. En un coloquio organizado por la revista Ornicar ?, los días 9 y 10 de febrero de 2002, Allouch se refirió a aquello que le hizo tomar distancia de la escuela fundada por Lacan inmediatamente después de la disolución de la École freudienne de Paris; es decir, retomando la fabulación que Perrier hizo en su libro, «Jean Al» dio la razón por la cual prefirió no encallar en la isla de Skhuola, luego de que Lacania se desintegrara en las decenas de islas e islotes que terminaron por conformar Translacania:

[…] yo no estaba de acuerdo con esa decisión de Lacan de remitirse a una rama de su familia para la puesta a punto, post-disolución, de una continuación de su enseñanza. […] Esta posición provenía de mi pase. Esto implicaba, a mi entender, que si había analista (Lacan en este caso [en l’occurrence]) esta ek-sistencia no podía ser reconocida más que por un dispositivo que implica una escuela. Una escuela, es decir, un lugar fuera del campo de lo familiar. Y, posiblemente también, por fuera del amor como cimiento social. Mi pase había tenido precisamente su punto de partida cuando yo había realizado (en los dos sentidos de este término) que, en Margueritte Duras, el amor de Anne Marie Stretter por el Vicecónsul de Lahore no había hecho pase sino bloqueo para el pase, desde entonces fallido, del Vicecónsul. Ustedes pueden, por otra parte, leer esto en Ornicar? Es así que, leída después de mi pase, la fórmula “la escuela de los que me aman”, me parecía, me parece aún, como una fórmula que contiene dos términos antinómicos.[11]

La frase de Lacan —“esta es la Escuela de mis alumnos, aquellos que aún me aman”— pertenece a la carta del 26 de enero de 1981, con la cual se anuncia la fundación de la Escuela de la Causa Freudiana. No en pocas ocasiones se ha destacado el costado problemático del vínculo familiar como lazo de una escuela de psicoanálisis (o de cualquier otro tipo de institución psicoanalítica, como la IPA), pero el asunto tiene un trasfondo distinto que Allouch advierte, aún y cuando apenas quede atisbado con ese “posiblemente y que, tal pareciera, no ha sido dimensionado como tal: el obstáculo es el amor. Ese amor al que muy frecuentemente se apela como cimiento de lo social, como vínculo entre los miembros de un grupo y cuyo movimiento apunta a conformar una suerte de unidad para escapar de la inexistencia de la relación sexual.


Coda

En 1977, Allouch presentó públicamente esa iluminación con respecto al Vicecónsul. Ese mismo año, un grupo de miembros de la École freudienne de Paris (compuesto por Jean Allouch, Hélène Allouch, Laurence Bataille, Éric Laurent, Catherine Millot, Michel Silvestre y Danièle Silvestre) entrevistó a Marguerite Duras. La entrevista no se dio a conocer sino casi cuatro décadas después. Confrontados con la dificultad de atribuir a cada uno de los participantes tal o cual de las intervenciones, se decidió marcar todas por igual con una X. Transcribimos un fragmento que nos abstendremos de comentar, pero que, al localizarlo como una coda en su acepción musical, no hacemos mas que advertir su carácter de repetición final:

X — ¿Cómo podríamos hablar de la función del amor?
M.D. ­— ¿No en el libro sino del amor en general?
X — Sí, del amor en general. ¿Qué efecto puede tener eso, el amor, en el hablar?
M.D. — Yo creo que es el fin del hablar.
X — Así es exactamente como yo lo entiendo. Creo que, de cierta manera, si uno dice, lo que suelo decir, que en India Song el suicidio de Anne-Marie Stretter corresponde a un acto de amor frente al Vicecónsul, yo agregaría que eso es lo que definitivamente cortará la palabra del vicecónsul. A partir de ahí, él va a encontrarse en una posición parecida a la de la mendiga, porque pierde su nombre. Porque no reivindica como nombre mas que el de Vicecónsul.
M.D. — Su función…
X — Su nombre es su función, pero el va a renunciar. La respuesta que él da…
M.D. — Él se mata al final…
X — Eso no está dicho.
M.D. — No, eso no está dicho. Yo lo sé… pero no el amante.
X — No el amante.
M.D. — No, el amante no se mata. Eso no está dicho, pero es…
X — En mi opinión…
M.D. — Entregó su renuncia.
X — Es incluso más terrible que matarse, de cierta manera. Yo lo veo muerto a partir de ese momento. Es decir, el amor es en verdad lo que se interpone en el camino de la palabra.[12]


[1] Esta anécdota fue originalmente contada por François Perrier en Viajes extraordinarios por Translacania, tr. Margarita Mizraji, Gedisa, Buenos Aires, 1986, p. 117. Posteriormente, fue incluida en Jean Allouch, Hola… ¿Lacan? —Claro que no, tr. Marcelo Pasternac y Nora Pasternac, Epeele, México, 1998, p. 261.

[2] Marguerite Duras, El Vicecónsul, tr. Enrique Sordo, RBA Editores, Barcelona, 1994, p. 25.

[3] Jean Allouch, “Sobre la destitución subjetiva” [1985], tr. Beatriz Aguad, Litoral, nº 41: Nacida de la vergüenza, improvisación de un cáncer, México, Epeele, 2008, p. 82.

[4] Marguerite Duras, “Dejarse llevar por la escritura”, en El último de los oficios. Entrevistas 1962-1991, tr. Alcira Bixio, Paidós, Buenos Aires, 2017, p. 91.

[5] Marguerite Duras, El Vicecónsul, op. cit., p. 9.

[6] Marguerite Duras, El Vicecónsul, op. cit., p. 53.

[7] Una traducción literal de la frase il pleut sería “él llueve”, pero en español no hay necesidad de agregar un pronombre previo para decir que “llueve” en la medida en que se trata de un verbo impersonal. 

[8] Jacques Lacan, “Discurso en la Escuela Freudiana de París”, en Otros escritos, tr. Graciela Esperanza, Paidós, Buenos Aires, 2012, pp. 280-281.

[9] Marguerite Duras, India Song / La Música, tr. Silvio Mattoni, El cuenco de plata, Buenos Aires, 2010, p. 159. Las cursivas son de la autora.

[10] Jean Allouch, «El pase fallido del vicecónsul», tr. Nora Garita, Página Literal, n° 5/6, San José,  Costa Rica, 2006, p. 6. En línea: < https://bit.ly/37ZlJ4U >.

[11] Jean Allouch, “Quelques problèmes venus de Lacan”, intervención en el coloquio Ornicar?, 9-10 de febrero de 2002, p. 2. En línea: < https://bit.ly/305Slpr >. La traducción es mía.

[12] “Jacques Lacan en arrière-fond. Conversation avec Marguerite Duras. (I)”, La révue littéraire, nº 74, Paris, 2018, pp. 12-13. La traducción es mía. Existe una traducción al español: Conversación con Marguerite Duras. Jacques Lacan como trasfondo, Ediciones Literales, Córdoba, 2019.

Marguerite Duras: el estilo y el objeto

Si se supiera algo de lo que se va a escribir,
antes de hacerlo, antes de escribir,
nunca se escribiría. No valdría la pena.

— Marguerite Duras

En las dos versiones publicadas de “La passe ratée du vice-consul” [El pase fallido del Vicecónsul], Jean Allouch propone que un mismo acto habita tres textos: la “Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela” de Jacques Lacan y El Vicecónsul e India Song de Marguerite Duras. Este acto consiste en la promoción de un estilo acorde con la estructura “que, por ser del Otro, el deseo sostiene con el objeto que lo causa”.[1] De esta tesis, Allouch extrae tres corolarios: 1) La proposición de 1967 apunta a operar una transformación de lo que hasta ese momento era el estilo del psicoanalista. 2) La modificación de la escritura durasiana (de su estilo) testimonia y participa de una pretensión similar. 3) La razón por la cual esta transformación fue necesaria puede esclarecerse por la lectura de la “Obertura” de los Escritos, en la cual la cuestión del estilo está subordinada a la relación del sujeto con el objeto a: “es el objeto quien responde a la pregunta sobre el estilo”.[2]

Hablar de un o el estilo pone de manifiesto que el asunto no se plantea al nivel del trillado “cada uno su estilo”, como si se tratase de un rasgo individual, una exaltación del yo del escritor, cuya singularidad estilística a menudo es pensada como inalterable e intransmisible. Esta concepción común ha sido refutada desde muy distintos contextos: pintura, literatura, música. El estudio que Edward Said dedicó al estilo tardío (en singular), caracterizado por una ausencia de serenidad y armonía, por la impronta de ser algo inacabado, permite ubicar una transformación estilística en autores tan diversos como Beethoven, Ibsen, Rembrandt, entre otros. También hay un estilo tardío en Lacan.[3]

Sin embargo, al tomar de manera aislada el adagio de Buffon —“el estilo es el hombre mismo”—, citado por Lacan en la “Obertura” de los Escritos, ha sido frecuente hacer del estilo una suerte de signo distintivo de la singularidad, lo que fácilmente cae a la noción de individuo. Pero el hombre al que se refiere Buffon no tiene nada que ver con el individuo, ni siquiera con el humanismo, sino con el naturalismo. En efecto, para Buffon, el estilo debe obedecer al orden preestablecido de las ideas, cuya organización es reflejo de la naturaleza en su plan divino, de modo que el estilo es el hombre mismo cuando este alcanza una imitación del trabajo de la naturaleza.

¿Por qué, entonces, Lacan recurre a este adagio? A decir de Allouch, esta recuperación sólo puede ponderarse con base en la interpretación que Lacan pone en juego y cuyo ejercicio es definido en su sentido propiamente analítico: confirmación y prolongación. El verdadero alcance de dicha frase, al menos para lo que concierne al campo freudiano, radica justo en la prolongación que Lacan hace de ella: sí, el estilo es el hombre mismo… pero el hombre al que nos dirigimos. Al tomar este sesgo, la cuestión del estilo se desplaza hacia la destinación (l’adresse). Un costado que, por cierto, Buffon tampoco perdía de vista. Al dirigirse a los miembros de la Academia Francesa (conocidos como “los inmortales”) tuvo a bien devolverles sus propias palabras: “estas son algunas ideas sobre el estilo que he sacado de vuestras obras”. Voltaire, Marivaux, Montesquieu y otros recibieron de Buffon su propio mensaje en forma invertida.

Lo anterior lleva a una pregunta: ¿puede concebirse un estilo subordinado a la destinación? A decir de Allouch, la “Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela” responde a esta pregunta al disociarla de su pedestal buffoniano y converge con el pase fallido del Vicecónsul de la novela de Marguerite Duras.

En primera instancia, Allouch señala que la obra de Duras pone de manifiesto una verdadera transformación estilística. Un abismo separa obras como Un dique contra el Pacífico (1950) o El marino de Gibraltar (1952) de aquellas que más tarde habrían de consagrarla como escritora. Tanto la autora como sus estudiosos han señalado a Moderato cantabile (1958) como una experiencia decisiva en su recorrido: “Moderato representa para mí algo muy diferente de mis primeros libros. Corresponde a un cambio, un cambio de mí misma probablemente”.[4] Por su parte, Allouch destaca sobre todo la posición subjetiva de Duras durante la escritura de El arrebato de Lol V. Stein (1966), posición de la cual la autora sólo habría dado cuenta en retrospectiva (aprés coup) y cuyos efectos se extendieron a sus obras subsecuentes: El Vicecónsul (1966), Destruir, dice ella (1969) e India Song (1973).

Lejos de ser meros datos eruditos, la referencia a estas fechas y obras tiene su importancia en el asunto mismo que es abordado en la primera parte del texto que Allouch presentó en las “Jornadas de Lille” en 1977, y cuya publicación tuvo lugar en el número 22 de las Lettres de l’école: la cuestión del estilo. Cabe destacar, por cierto, que esta primera parte de su texto fue recortada de manera considerable para su aparición en la revista Ornicar. ¿Decisión del autor o requisito de la publicación? No lo sabemos. Lo que sí podemos advertir es que esa primera parte, abocada al estilo o, más exactamente, a la transformación del estilo, resulta fundamental para el desarrollo que sigue.

¿Qué sucedió para que tuviera lugar esta modificación estilística en Duras? En varias ocasiones, ella misma describió el estado en el que se encontraba durante aquel tiempo: el miedo, la angustia, el encierro. Fue también cuando comenzó a dejarse llevar por la escritura, escribir sin saber lo que se va a escribir, hasta el punto de vaciarse de sí misma. Posición por completo antitética con respecto a un estilo concebido como exaltación del yo. Esta situación subjetiva le llevó a pensar que estaba perdiendo la cabeza. El cuestionamiento con respecto a su público también se hizo presente. ¿Qué lectores encontraría? Esta pregunta apunta al lugar de destinación de su obra, cuya respuesta y acogida fue totalmente inesperada. Se estableció, entonces, una relación con sus lectores que los involucra más allá de lo convencional. Duras ofrece una clave:

Yo trato de hacer lo que llamo “libros abiertos”, proposiciones, estructuras en las que el lector “desliza” su propio libro. ¿Y cómo llegar a eso? Evidentemente por el estilo, “no diciendo”.[5]

En efecto, para que el lector pueda deslizar algo de su parte es necesario que haya silencios, agujeros, cosas no dichas, estructuras no acabadas, vacíos que no deben tomarse como inconsistencias de la trama, pues son estos los que de hecho permiten el tejido de la historia. En este punto, resulta inevitable hallar otro paralelismo con Lacan, si recordamos las palabras finales de la obertura de sus Escritos: “quisiéramos llevar al lector a una consecuencia en la que le sea preciso poner su parte”.[6] Esta invitación a deslizar o poner algo de parte de lector no debe ser tomado como un recurso estilístico artificial, como si se tratase de un simple juego de parte del autor. Se trata, más bien, de la dificultad misma para asir el objeto en cuestión.

Así, a pesar de ubicarlo como fallido, Allouch destaca que, ya en El Vicecónsul, la exigencia asumida de insertar (aunque tal vez se trate de una inserción imposible) la pregunta del lector (que es al mismo tiempo una pregunta para el lector) en el corazón del texto se traduce por la invención de un dispositivo de escritura que no deja de evocar el dispositivo del pase. ¿De qué manera? Cerremos estas líneas con la conclusión que Allouch ofrece en su texto: la transformación estilística y el dispositivo del pase ponen de relieve un mismo acto que apunta a suscitar decires; un acto por medio del cual a minúscula es puesta en juego en A mayúscula, como lugar de destinación, es decir, lugar al cual se dirige el decir, campo de inscripción de lo que se articula en el discurso. El costado aún sibilino de estas últimas líneas invita a un despliegue que continuará en los próximos envíos.

Manuscrito de India Song con correcciones de Marguerite Duras

[1] Jacques Lacan, “Homenaje a Marguerite Duras”, en Otros escritos, tr. Graciela Esperanza y Guy Trobas, Paidós, Buenos Aires, 2012, p. 215.

[2] Jacques Lacan, “Obertura de esta recopilación”, en Escritos 1, 3ª edición corregida y aumentada, tr. Tomás Segovia y Armando Suárez, Siglo XXI, México, 2009, p. 22.

[3] Aspecto que ha sido trabajado por Gabriel Meraz. Al respecto, puede consultartse la presentación “El estilo tardío de Lacan. La tercera” en Andamiajes Lacanianos Nómades, el 21 de octubre de 2020. En línea: https://youtu.be/B-XwA_8ycyg

[4] Entrevista de Marguerite Duras con Roger Pillaudin (productor), Anthologie vivante, 10 de octubre de 1962, reunida bajo el título “La manos libres” en El último de los oficios. Entrevistas 1962-1991, tr. Alcira Bixio, Paidós, Buenos Aires, 2017, pp. 27-28.

[5] Marguerite Duras, “Dejarse llevar por la escritura”, en El último de los oficios, opcit., p. 90

[6] Jacques Lacan, “Obertura…”, en Escritos 1, op. cit., p. 22.

Una carta sibilina a propósito del pase

En el capítulo XI del libro Viajes extraordinarios por Translacania de François Perrier, después de la erupción final y catastrófica de “el Gran Jacques” (es decir, la muerte de Jacques Lacan), el Pachá —capitán del barco que abordó Perrier en la isla de los sobrevivientes— recordó que, en otra isla, durante su viaje mar adentro, se encontró a “un curioso personaje llamado Jean Al”, “una suerte de sabio inteligente, a la vez erudito y con los pies sobre la tierra”, quien le habló sobre el pase (asunto que era un misterio para el Pachá) y sobre Marguerite Duras. Para Jean Al: “ese Vicecónsul, el protagonista del libro, que esperaba su nombramiento en la India, traducía perfectamente esa forma de desubjetivación que es de esperar”. Después de ese breve intercambio, Jean Al le entregó al Pachá una carta —calificada por este último de “sibilina”— dirigida a Perrier, donde se explayaba un poco más al respecto. Transcribimos aquí su contenido: [1]

Querido Perrier:

Hay una dificultad que reside en considerar el pase como un momento. Si fuese posible que el pasante (o el ex pasante) diese testimonio directo, aunque sea para oídos analíticos, habría que considerar el dispositivo, ipso facto, como una fantasía de Lacan. En efecto, ese dispositivo privilegia el testimonio indirecto. La nominación depende de él y en eso reside no tanto la novedad o la necesidad (pienso que allí hay un factor de contingencia) sino la pertinencia, dado que el testimonio indirecto es el vehículo revelador de la desubjetivación.

De allí surge la pregunta: ¿acaso hay un modo de desubjetivación que no sea paranoico? Estoy trabajando en eso y me parece que este trabajo es el único marco donde se puede comprender lo que fue mi propio pase. Si hiciese un relato, no tendría ningún alcance. Intento enfocarlo desde el aspecto narrativo. La narratividad es poco adecuada para la desubjetivación. Creo que precisamente en eso acierta la literatura contemporánea. Por lo tanto, no sé cómo intervenir en la investigación de su amigo. Espero que allí se desarrollen algunos puntos que no se trataron en otra parte. En particular, el acento que se pone justificadamente sobre el complejo fraternal.

Saludos,
‘Al’

No sabemos exactamente qué de esta carta fue lo que le pareció sibilino al Pachá o, incluso, si fue a Perrier mismo a quien le dio esa impresión (la fabulación de su relato hace que este punto sea indecidible, pero no hay que olvidar que Perrier se opuso al pase desde su proposición). Un golpe de intuición nos dice que esa carta se trata de una respuesta negativa a ofrecer un relato de su experiencia del pase (“si hiciese un relato, no tendría ningún alcance”, “no sé cómo intervenir en la investigación de su amigo”). Por nuestra parte, formulamos algunas preguntas que se desprenden de su lectura: ¿cómo es que el Vicecónsul de Marguerite Duras traduce la desubjetivación esperada en el pase? ¿A qué se refiere con esa desubjetivación de la cual el vehículo revelador sería el testimonio indirecto? ¿Cómo es que la desubjetivación, que se esperaría en el momento del pase, sería paranoica? Por último, pero no menos importante, ¿quién es Jean Al?

No es difícil conjeturar que se trata de Jean Allouch, pues el cifrado de algunos nombres en el libro de Perrier es bastante débil, lo que permite ubicar en más de una ocasión a quién se refiere. En este caso, sólo se habrían omitido las cinco letras finales del apellido. Pero, por más evidente que esto aparezca, no haremos de este rasgo el más convincente. Existen otros elementos que proporcionan un mejor sustento para esta conjetura, como la evocación del Vicecónsul de Marguerite Duras.

En el marco de las “Jornadas de Lille” de la École freudienne de Paris, llevadas a cabo del 23 al 25 de septiembre de 1977, Jean Allouch presentó un texto titulado “La passe ratée du vice-consul” [El pase fallido del Vicecónsul], publicado en el número 22 de las Lettres de l’école en marzo de 1978. Poco después, una versión parcial y con ligeras modificaciones apareció en el número 12/13 de la revista Ornicar?, en una sección titulada “Fiction de la passe” [Ficción del pase]. En ambas versiones, Allouch advierte una similitud entre el dispositivo del pase, tal como fue establecido por Lacan en la “Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela”, y el Vicecónsul, personaje retratado en dos obras de Marguerite Duras: El vicecónsul (1966) e India Song (1973), de la cual se filmó una película dos años más tarde.

La referencia al Vicecónsul y a estos textos de su autoría ha sido constante a lo largo de los trabajos de Jean Allouch.[2] Su importancia radica no sólo por la convergencia entre los dispositivos, el de la escritura de Duras y el del pase, sino por la situación subjetiva del Vicecónsul, la misma a la que se arribaría al final de la partida analítica: una destitución subjetiva, que también es denominada por Allouch como una desubjetivación.[3] Al hallazgo de esta convergencia Allouch le dio, de forma retrospectiva (après coup), el estatus de una iluminación. Procuremos calmar el ímpetu crítico que puede surgir a raíz de este vocablo, el cual, además de aparecer en la tesis de psiquiatría de Lacan y en la poesía, se presenta en algunas “religiones”, muchas veces tratando de dar cuenta de una experiencia de revelación, y retomemos una definición que Allouch ofrece:

[…] la iluminación sería portadora de un saber que ciertamente hace, de inicio, evidencia, hasta el punto de aparecer a veces como siendo en sí misma la clave, pero que no está menos en espera de su certeza; el estatus de este saber sigue siendo el del enigma, porque si hay entonces suposición de un sentido atribuido a ese saber, ese sentido nunca es sólo un sentido mas que cuando ese saber es puro saber de que hay algo que saber, sin que nunca sea del todo posible precisar qué.[4]

Una iluminación indica que la cosa va por ahí, pero no se tienen los recursos para explicar por qué ni cómo. Se trata de un saber enigmático, pues ofrece una pista o una clave que no logra precisarse, como si ésta se mostrara al mismo tiempo que se ocultara. Definida de este modo, nos parece que el carácter sibilino de la carta de Jean Al se halla fundado precisamente en la condición misma de su hallazgo: una iluminación que se resiste a la certeza, pero cuya evidencia se impone. Y si es verdad que una evidencia se vacía (une évidence s’évide), fue este el ejercicio al que Allouch se dispuso al tratar de dar cuenta de ella. 

Ahora bien, luego de presentar su hallazgo en las “Jornadas de Lille” de 1977, Jacques-Alain Miller le habría hecho saber a Allouch que sus palabras no guardaban ningún interés. Se ofrece una acotación: “ningún interés para él, ciertamente, bastante opuesto a ese pase que él ha desviado de múltiples maneras luego de haber intentado, en un primer momento, desmembrarlo”.[5] Y, de inmediato, Allouch relata un episodio de su análisis:

Regreso a París el lunes por la mañana. Heme aquí de nuevo en el diván de Lacan. Una autocrítica imprevistamente se presenta (si la hubiera pensado de antemano, toda esta historia sería nula y no habría ocurrido). La formulo: “¡Hice esa exposición en lugar de presentarme al pase!”. Lacan, divertido: “¡Pero claro, querido!”. Fin de la sesión.[6]

Esta anécdota carecería de relevancia si no tuviera un valor de enseñanza. En este caso, se trata de una indicación con respecto al final de la partida analítica, de su cierre, del pasaje de analizante a analista. A decir de Allouch, el pronunciamiento que hizo Lacan durante esa sesión no estaba fuera de lugar, si es verdad que una inscripción —y el pase lo es— no se realiza estando solo, aun cuando uno esté solo al inscribirse. Tampoco habría sido ajeno al propio funcionamiento del dispositivo del pase, tal como se practicaba en aquel entonces, pues un matiz burocrático, introducido por Jean Clavreul, llevaba a verificar que el passant no hubiera emprendido la gestión del pase sin acuerdo de su analista. Con su pronunciamiento —concluye Allouch— Lacan se dirigía a su libertad, la misma a la que él se había rehusado al exponer dicho texto en las jornadas.

Lo anterior permite ubicar que, si bien el texto “La passe ratée du vice-consul” [El pase fallido del Vicecónsul] fue redactado, presentado y publicado antes de que Allouch atravesara por la experiencia del pase, su posicionamiento subjetivo era ese que se encontraba en el Vicecónsul. No podría ser de otro modo. Si es cierto que una iluminación, aunque no pase por la literalidad del significante sino por una magia de los signos (en palabras de Valentin Retz[7]), posee un verdadero alcance subjetivo, ésta sólo puede acontecer para alguien implicado o convocado por ella. Recordemos la definición lacaniana de signo: es lo que significa algo para alguien. En este caso, el hallazgo de esta convergencia tuvo lugar justamente porque Allouch estaba implicado subjetivamente en ello y podía significarle algo. Nada más, pero nada menos.


En envíos subsecuentes de este scriptorium presentaremos una revisión puntual del texto “La passe ratée du vice-consul” [El pase fallido del Vicecónsul] de Jean Allouch, recuperando las dos versiones publicadas, así como “La proposición…” de Lacan y las obras de Duras. El objetivo será revisar y prolongar algunos de los planteamientos ahí formulados. No sabemos si un trabajo así logrará despejar el costado sibilino que el Pachá (o el propio Perrier) hallaba en la carta de Jean Al; en el peor de los casos, se podría terminar alimentando aún más el misterio que envuelve a sus declaraciones. Lo cierto es que el asunto no puede definirse de antemano, hay que hacer el recorrido para juzgar su resultado.

Algunos de los materiales consultados pueden ser descargados desde aquí:

  • Allouch, Jean; “La passe ratée du vice-consul”, Lettres de l’école freudienne, nº 22: Journées de Lille, París, 1978, pp. 397-406. [Descargar]
  • Allouch, Jean; “La passe ratée du vice-consul”, Ornicar ?, nº 12/13: Sur la passe, París, 1978, pp. 164-172. [Descargar]
  • Allouch, Jean; “El pase fallido del vicecónsul”, tr. Nora Garita, Página Literal, n° 5/6, San José, 2006. En línea: [https://bit.ly/3bUTJlU]
  • Duras, Marguerite; El Vicecónsul, tr. Enrique Sordo, RBA editores, Barcelona, 1993. [Descargar]
  • Duras, Marguerite; Indian Song (1975). El filme puede ser visto en: < https://archive.org/details/IndiaSong_201709 >
  • Perrier, François; Viajes extraordinarios por Translacania, tr. Margarita Mizraji, Gedisa, Buenos Aires, 1986. [Descargar]

Notas

[1] François Perrier, Viajes extraordinarios por Translacania, tr. Margarita Mizraji, Gedisa, Buenos Aires, 1986, pp. 83-84.

[2] Una búsqueda no exhaustiva en los trabajos de Allouch arroja las siguientes referencias: Letra por letra [1984], tr. Marcelo Pasternac, Nora Pasternac, Silvia Pasternac, Epeele, México, 2009, p. 324; “Note sur « cause et raison » en psychanalyse” [1992], en L’Unebévue, nº 1: Freud ou la raison depuis Lacan, Paris, Epel, 1992, p. 42; El psicoanálisis. Erotología analítica I [1998], tr. Silvio Mattoni, Ediciones Literales, Córdoba, 2017, p. 29; “¿Lacan? ¡Qué me importa!” [2001], en ¿Lacan? ¡Qué me importa!, tr. Marcos Esnal, Piraña ediciones / Notas de artefacto, Córdoba, 2020, p. 30; Jean Allouch, La escena lacaniana y su círculo mágico. Unos locos se sublevan [2017], tr. Silvio Mattoni, El cuenco de plata, Buenos Aires, 2020, pp. 50-51.

[3] La equivalencia entre “destitución subjetiva” y “desubjetivación” es planteada por Allouch en “Sobre la destitución subjetiva” [1985], tr. Beatriz Aguad, Litoral, nº 41: Nacida de la vergüenza, improvisación de un cáncer, Epeele, México, 2018, pp. 73-84.

[4] Jean Allouch, “Interpretación e iluminación” [1991], tr. Jorge Huerta, me cayó el veinte, nº 34: Un día con los griegos (Estación México), México, 2016, p. 181.

[5] Jean Allouch, La escena lacaniana…, op. cit., p. 50.

[6] Ibidem, pp. 50-51.

[7] Cfr. Valentin Retz, Negro perfecto, tr. Jorge Huerta, Agalmata Ediciones, 2016.

François Perrier: sobreviviente del lacanismo

Es probable que François Perrier no requiera de una extensa introducción para aquellos que se han interesado en la historia del psicoanálisis lacaniano. Luego de un primer análisis con Maurice Bouvet y otro con Sacha Nacht, Perrier llegó al diván de Jacques Lacan en 1956, de quien pronto se convirtió en uno de sus alumnos más cercanos. Siguiendo al maestro, abandonó la Sociedad Francesa de Psicoanálisis, convencido de la decadencia que reinaba en la IPA. Tal vez la anécdota más conocida sea cuando Perrier se rehusó a leer el acta de fundación de la École freudienne de Paris, que iniciaba con un contundente “Yo fundo…”. Fundación que tuvo lugar en el apartamento de Perrier, que terminó como devastado por un cataclismo. Pero las rencillas y los desacuerdos no se hicieron esperar. En octubre de 1967, Perrier votó en contra del dispositivo del pase, para finalmente renunciar a la EFP en 1969, el mismo día en que Lacan le dijera a su público: “Designen a Perrier presidente de la Escuela y verán en lo que se convertirá”. Ese año, junto a otros colegas, Perrier fundaría el Cuarto Grupo, del cual —otra vez por rencillas y desacuerdos— dimitiría en 1981.

Estas y otras historias son narradas en su libro Viajes extraordinarios por Translacania,[1] a medio camino entre la historia y la ficción, en el cual Perrier hace un recuento de su recorrido por el psicoanálisis hasta 1985 (fecha de la publicación del libro) en calidad de “sobreviviente del lacanismo”. De manera un tanto fabulada, le describe al Pachá —el capitán de un navío que acaba de subirlo a bordo— los conflictos internos, las grandes figuras, los grupos y grupúsculos del psicoanálisis francés, en especial de las islas que componen el archipiélago de Translacania: la de los Sobrevivientes (de la que fue rescatado), la de las Mujeres (que viven junto a los dirigentes del Cuarto Grupo), la de los Moribundos (“enfermos de autolisis de Lacan”), la de los Sanos (habitada por los que terminaron con el “trabajo de duelo” de Lacan sin convertirse en sus exégetas) y la de Skholé que: “No forma psicoanalistas sino subproductos de Lacan y, por eso, el nepotismo reina sordamente” (p. 30).

Aunque Perrier también refiere a algunos personajes del lacanismo, desde las primeras líneas advierte: “Todo parecido real, aproximativo o anagramático con personas que viven en la actualidad o que hayan existido, es fortuito” (p. 13). ¿De verdad? Cabe dudarlo, pues el cifrado que pone en juego a veces es muy endeble. Un ejemplo: menciona a un “muchacho encantador, seductor, elegante y originario de Quebec” que habita la isla de los Sanos, quien además “tiene un barco que se llama Confrontación”. ¿Cómo no pensar en René Major, nacido en Montreal, ciudad de la provincia de Quebec, quien por diez años (1979-1989) dirigió la revista Confrontation? Si bien es cierto que la ficción añadida a algunos acontecimientos o la escritura en clave de ciertos nombres puede dificultar la certeza de algunas de las cosas que ahí se narran, no es del todo imposible seguir ciertas pistas para su desciframiento.

Por supuesto, Perrier no sólo escribe sobre las maneras y los estilos que caracterizan a cada una de dichas islas y sus habitantes, sino también los de “el Gran Jacques” —mote de Lacan que le había dado la Troika, el grupo de estudios conformado por Granoff, Leclaire y Perrier—, el cual, a la manera de un volcán, fulminaba y, no en pocas ocasiones, explotaba con furia, dividiendo a cualquier precio. Un reproche que, por cierto, Perrier también le hizo a Lacan en una carta redactada en 1965 que jamás llegó a su destino (¿realmente lo era?), pero que fue dada a conocer de forma parcial por Élisabeth Roudinesco.[2] He aquí un extracto:

Está usted destruyendo lo que pretende fundar: ya sea una escuela o un pacto de confianza con sus amigos. No puedo en lugar de usted buscar la causa y la función de ese autosabotaje. […] Su dificultad de relación con todo el grupo independiente, sobre todo si está compuesto de amigos verdaderos, vuelve a traerle siempre al principio de la relación privilegiada, de la confidencia personal para con todo tercero. Así es como divide usted para no reinar nunca.

Una larga serie de desencuentros y recriminaciones se dan cita en el libro de Perrier, quien le dedica a Lacan palabras poco benevolentes, incluso al hablar de su propio análisis —“lo que le interesaba al maestro no era tanto el análisis de un tipo histérico-fóbico sino la forma en que su predecesor me había tratado y me había vuelto hipocondríaco e impotente” (p. 21)— al mismo tiempo que confiesa su admiración, aún mucho tiempo después de su ruptura con él. En definitiva, se trata de un testimonio con claroscuros, tragos amargos y momentos emblemáticos que ha despertado opiniones contrapuestas. Algunos han hallado confirmada su animadversión hacia Lacan, mientras que otros han desconfiado de las palabras de Perrier.

Algunas de las reacciones al libro fueron mordaces. Recién aparecido en Francia, Serge André no dudó en calificar a su autor como un “verdadero lisiado, tanto a nivel corporal como psíquico”.[3] Una diatriba así no podía agarrar de sorpresa a Perrier, advertido como lo estaba de las visceralidades del medio psicoanalítico. “El psicoanálisis es un asunto de tripas” (p. 97), nos dice. Lo curioso es que Perrier efectivamente da en el blanco cuando, al poner en suspenso la supuesta genialidad de Lacan —genialidad que tanta fascinación ha provocado en algunos— señala: “Hoy como ayer, el secreto es saberlo descifrar; también lo será a posteriori” (p. 23). Sólo la lectura podría vehicular ese desciframiento para romper con el encantamiento. La transferencia tampoco se exime de esto.

Por su parte, a raíz de la aparición de la biografía de Lacan escrita por Roudinesco, Jean Allouch lanzó una diatriba contra la lectura no crítica de esa carta escrita por Perrier (la historiadora sólo la califica de “sublime”). En aquellos tiempos, Allouch hizo algunos fuertes señalamientos a Perrier: que el acto analítico consiste precisamente en dividir al sujeto; que Perrier no podía reprochar a Lacan haber “institucionalizado solo” la EFP cuando él se había negado a leer el acta de fundación; que tal invitación de parte de Lacan ponía en acto que ese “yo” fundador estaba fundido, amalgamado en una tercera persona, era uno cualquiera… justo como el psicoanalista.[4] Si de bastonazos se trata, Allouch ha dedicado varios.

Se dice que es de sabios cambiar de opinión. Allouch no mantuvo incólume su apreciación con respecto a Perrier. En su libro más reciente, reconoció que sólo algunos de los alumnos más sagaces de Lacan, como Perrier, llegaron a preguntarse qué del decir de Lacan los había llevado a dejarse echar en su bolsillo, al punto de considerarse sus alumnos y seguirlo durante buena parte de su recorrido.[5] También advierte que, al negarse a hablar en su nombre durante el acto de fundación de su escuela, Perrier se mostraba como un alumno distinto al que Lacan esperaba.[6] En este punto estamos de acuerdo: Perrier se negaba a representar el papel del alumno que repite las palabras del maître (en su doble acepción: amo y maestro), rechazaba hacer y actuar lo que el maître solicita. Si bien no fue el único, ni el primero, ni el último en dar ese paso al costado, también es cierto que no fueron muchos los que lo hicieron. 


[1] François Perrier, Viajes extraordinarios por Translacania, tr. Margarita Mizraji, Gedisa, Buenos Aires, 1986. En adelante, las referencias a este libro serán colocadas entre paréntesis en el cuerpo del texto. Agotado y nunca reeditado en español, el libro puede ser descargado desde aquí.

[2] Élisabeth Roudinesco, Lacan. Esbozo de una vida, historia de un sistema de pensamiento, tr. Tomás Segovia, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1994, pp. 463-464.

[3] Serge André, “Devenir psychanalyste… et le rester”, en La Cause Freudienne, nº 9: Les formes du symptôme, París, 1985, p. 21.

[4] Jean Allouch, “Un Jacques Lacan, prácticamente sin objeto ni experiencia”, tr. Silvia Pasternac, me cayó el veinte, nº 8: “La frágil ciencia del acto”, México, 2003, pp. 233-234.

[5] Cfr. Jean Allouch, Transmaître, Epel, París, 2020, pp. 68-69.

[6] Cfr. Ibidem, p. 11, n. 8.

Consecuencias de un «lapsus» de Lacan

En el capítulo 6 de la segunda parte de su libro El sueño de la inyección a “Irma”, Manuel Hernández hace una serie de consideraciones acerca de su posicionamiento como lector de Lacan. Para ello retoma el comentario que el 20 de febrero de 1973 Lacan hizo del libro de Jean-Luc Nancy y Philipe Lacoue-Labarthe, Le titre de la lettre (une lecture de Lacan), que acababa de ser publicado. Los autores en cuestión hicieron una lectura pormenorizada de uno de los escritos de Lacan: “La instancia de la letra en el inconsciente, o la razón desde Freud”. El interés de Hernández —como él mismo lo expresa— radica en la amplia recomendación que Lacan hizo de dicho libro, en particular porque esto permite ubicar que existen diferentes maneras de leer. La pregunta es: ¿cómo leer a Lacan? De entrada, Hernández destaca un “lapsus” (las comillas se explicarán más adelante) que fungirá como hilo conductor de su comentario:

Lacan elogia la [lectura] que realizaron Nancy y Lacoue-Labarthe con su escrito. Inmediatamente después de hablar de Aristóteles, menciona el libro y… comete un lapsus. Según [Lacan] la colección en la que apareció se llamaría À la lettre (Al pie de la letra o Literalmente), aunque en realidad se llama La philosophie en effet (La filosofía en efecto). Como cada lapsus, el suyo da en el blanco. Lo que elogia es la lectura literal que hicieron esos autores […] (p. 141)

Más adelante, Hernández destaca que “para que haya una lectura que se sostenga, es necesario la desuposición del saber” (p. 143), de modo que una lectura à la lettre —como lo indicaría el “lapsus” de Lacan— se caracterizaría por la desuposición del saber, es decir, se trataría de una lectura que parte “sin suposiciones” (p. 144). De hecho, Hernández lleva las cosas un poco más lejos, al señalar que en ello radicaría “la cuestión de la interpretación psicoanalítica, pues su práctica literal implica lógicamente la desuposición del saber, con sus efectos de destitución subjetiva” (p. 144). Lo anterior le lleva a concluir que, de parte del propio Lacan, habría una invitación a leerlo así, sin suposiciones.  

Quisiéramos destacar un primer bemol. Si bien es cierto que Lacan expresó elogios considerables al libro de Nancy y Lacoue-Labarthe (los cuales fueron constatados por Hernández), también hizo algunos comentarios que pueden calificarse de desdeñosos (estos últimos no fueron mencionados por Hernández), los cuales permitirían considerar que la reacción de Lacan fue más bien ambivalente. Por ejemplo, Lacan omitió mencionar los nombres de los autores de manera deliberada, refiriéndose a ellos como meros sous-fifres (subordinados, subalternos, secuaces), llegando a decir que están habituados a trabajar bien cuando lo que buscan es una maestría.

Por otra parte, con respecto a que los autores habrían hecho una lectura á la lettre caracterizada por un ejercicio “sin suposiciones”, los autores sí plantean supuestos que hacen explícitos en las primeras páginas. De hecho, Lacan también advierte que en dicho libro hay un supuesto desde el inicio, mismo que expresa con todas sus letras: que los autores le suponen una ontología o un sistema. Lo anterior lleva a Lacan a decir que hay un desfase (décalage) que atraviesa todo el libro. Y si bien invita a su auditorio a leerlo, sobre todo invita a enfrentarse con las últimas veinte o treinta páginas, cuyas conclusiones califica de sans-gêne (Rodríguez Ponte traduce como “desenvueltas”, pero también puede traducirse como “impertinentes” o “desconsideradas”).

¿Por qué Hernández dejó de lado estos señalamientos críticos planteados por Lacan? No lo sabemos. Lo cierto es que éstos no convenían a la orientación que Hernández le imprimió al “lapsus” de Lacan. En efecto, el costado elogioso permitía dirigir mejor el sentido de dicho “lapsus” hacia la hipótesis de que Lacan elogiaba que los autores hubieran hecho una lectura à la lettre. Este proceder sorprende más en la medida misma en que, en la introducción de su libro, Hernández advierte que, con respecto a la revisión que hará del sueño de la inyección a “Irma”, no se trata de hacerle decir algo a Freud que él mismo no haya dicho (pp. 14-15). Tal parece que, al tratarse de un “lapsus”, en este caso de Lacan, se pierden de vista esas consideraciones para aventurarse a suponerle un sentido bastante claro y definido.

Y ahora es momento de explicar las comillas utilizadas hasta aquí en la palabra “lapsus”.

En el comentario de Lacan realmente no hubo lapsus alguno. La primera edición de Le titre de la lettre, cuya publicación tuvo lugar en 1973 y a la cual se refiere Lacan en su seminario, efectivamente apareció en la colección Á la lettre de Éditions Galilée, y fue tiempo después que el libro se reeditó en la colección La philosophie en effet. Esta última no fue creada sino un año después, en 1974, por Jacques Derrida, Jean-Luc Nancy, Philippe Lacoue-Labarthe y Sarah Kofman. Las portadas de ambas ediciones del libro pueden verse aquí mismo:

¿De dónde surgió, entonces, la idea de que se trataba de un lapsus? A pie de página, Hernández refiere que la versión que consultó del seminario Encore es la que se halla en el sitio acheronta.org y que es conocida como VRMNAGRLSOFAFBYPMB. Es probable que el problema provenga de allí, pues quienes hayan establecido dicha versión señalaron en una nota a pie de página: “En fait la collection s’appelle : La philosophie en effet” [De hecho, la colección se llama: La filosofía en efecto]. Evidentemente, la nota sale sobrando, pero a pesar de errar el tiro, quienes hicieron el establecimiento no le otorgaron estatus alguno de lapsus al asunto. Cabe agregar que no hay señalamiento alguno ni en la estenotipia, ni en la versión de Miller (Seuil/Paidós), ni en Staferla, mientras que en la versión crítica de Rodríguez Ponte sólo se consigna el señalamiento hecho por la versión VR…, pero tampoco se menciona lapsus alguno.

Lo anterior permite concluir que la suposición de un lapsus ahí donde no lo hay fue cosecha de Hernández, situación que podría ser intrascendente de no ser porque pone en jaque el posicionamiento de lectura que él mismo propone. En efecto, Hernández destaca la importancia de remitirse a la “versión fuente”, es decir, a los registros directos de lo que dijo Lacan para así poder realizar una “lectura literal”. Sin embargo, tal parece que la suposición de un lapsus tuvo su origen a partir de la revisión de una sola “fuente indirecta”. ¿Por qué no se cotejaron otras versiones del seminario como allí mismo se sugiere? Queda la impresión de que ni siquiera se siguió el señalamiento de «localizar y leer cada referencia bibliográfica implícita o explícita que Lacan cite o comente» (p. 146). Y no se trataba de cualquier referencia, sino la que permitía definir un posicionamiento y un método de lectura. Un método que, a decir de Hernández, «hemos introducido» (p. 146, n. 20) para la lectura de los seminarios de Lacan (pero… ¿introducido dónde?). Para terminar, Hernández escribe:

En psicoanálisis, la lectura no debería ser inteligente. En la etimología de “inteligencia” está el legere latino, que quiere decir a la vez “leer” y “escoger”, así “inteligencia” puede ser “leer escogiendo”. Etimológicamente, la lectura psicoanalítica no puede ser inteligente, no escoge de antemano aquello a lo que hay que darle valor […] todo se juega en la literalidad de las palabras que efectivamente han sido pronunciadas y no en la intención o sentido que supuestamente transmiten. (p. 145, subrayado mío).  

Suponer un lapsus y proponer qué estaría indicando, ¿no es acaso dejarse llevar por una lectura que hace decir al autor (en este caso a Lacan) algo que él jamás dijo para así apostar por el sentido? Escoger qué líneas transcribir y dejar de lado aquellas que pueden no convenir para cierto sesgo interpretativo, ¿no se vuelve también un ejercicio de inteligencia que hipoteca el posicionamiento propuesto de una lectura á la lettre, es decir, una que habría de atenerse únicamente a lo dicho y/o escrito? Todo sucede como si, al procurar ofrecer un buen ejemplo de una lectura literal, el resultado final fuera más bien el de un excelente contraejemplo: cómo no hacer una lectura literal.

Apprivoiser

En El principito de Antoine de Saint-Exupéry, después de haber hallado un jardín lleno de rosas y percatarse de que su rosa no era tan única como él creía, el principito se encuentra con el zorro, al cual le pide que juegue con él. El zorro le contesta que no puede hacerlo porque no está “domesticado” [apprivoisé]. Inmediatamente el principito se disculpa, pero, tras pensarlo un poco, le pregunta: ¿qué significa “domesticar” [apprivoiser]? El zorro responde: es una cosa ya olvidada, significa “crear lazos”. Entonces, le explica:

Tú no eres para mí todavía más que un muchachito igual a otros cien mil muchachitos y no te necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas [m’apprivoises], entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo…

Es en ese momento en que el principito se da cuenta de que él mismo ha sido domesticado [apprivoisé] por su rosa. Tiempo después, cuando decide volver a su planeta, el zorro le dice que llorará por él. Es que ambos han creado un lazo de amistad entre ellos. Luego, el zorro le dice que al encontrarse nuevamente con su rosa, el principito comprenderá que en realidad ella es única y distinta a todas las demás, justamente por ese lazo singular que lo mantiene ligado a ella.

Según Le Petit Robert, «apprivoiser» se define como hacer menos salvaje a un animal, pero también como hacer más sociable a una persona. Esta definición parece coincidir con la de “domesticar” del Diccionario de la Real Academia Española: “reducir, acostumbrar a la vista y compañía del hombre al animal fiero y salvaje”, así como “hacer tratable a alguien que no lo es, moderar la aspereza de carácter”. Sin embargo, en francés el vocablo apprivoiser posee una cierta especificidad que no mantiene la traducción habitual que se ha hecho de al español.

Al respecto, en La escena lacaniana y su círculo mágico, Allouch distingue «apprivoiser» de «amadouer» (cuyas posibles traducciones para este último son «aplacar», «engatusar» o «convencer»), pero también de «domestiquer» (domesticar, que concierne a un estado, incluso a una esencia) y de «dompter» (domar, que implica someter por medio de una coacción). El zorro no fue domesticado ni dominado ni engatusado. Tal vez la idea más aproximada a apprivoiser se halle entre «amansar» y «adiestrar» (esta última fue la elegida por Silvio Mattoni, el traductor al español del libro de Allouch). Un ave de presa puede ser adiestrada, nunca domesticada. Sin embargo, se convendrá en que un dolor no es adiestrado, aunque sí puede llegar a ser amansado. Y es que el apprivoser es cercano a un savoir faire: un saber hacer que tiene su gracia, o mejor —como se dice— que tiene su chiste.

La enseñanza del zorro —como Allouch la nombra— es que la unicidad adquiere otra significación a la que habitualmente estamos acostumbrados a darle, pues se convierte en una elección de alguien. La singularidad, el carácter distintivo que puede adquirir alguien o algo, se halla a partir de ese momento en relación con el otro, sin que esto sea resultado de una unificación como tampoco de una mezcla. De este modo, los lazos creados entre el principito y el zorro hacen que cada uno sea transformado. ¿Cómo no percatarse de que ese es el tipo de vínculo que se pone en juego entre el analizante y el analista?

Ahora bien, dicho apprivoisement no se agota en la relación que se establece entre el principito y el zorro. No se trata, pues, únicamente del vínculo entre dos «individuos». En La escena lacaniana…, Allouch recurre a otros casos con consecuencias muy diversas: Carmen de Bizet (por la relación entre Carmen y José), la escritura de Imre Kertész (un savoir faire con respecto al traumatismo) o la ópera El retorno de Ulises a su patria de Monteverdi bajo la dirección de Emmanuelle Haïm (cuya producción puede visualizarse desde aquí: https://youtu.be/7VjWoc3CXNw).

Podríamos incluir otro ejemplo que traigo a colación a partir de una anécdota: cuando Allouch impartió el seminario «Del sexo sin la sexualidad» en la Ciudad de México en 2018, durante una charla de sobremesa salió el tema del apprivoiser, de su definición así como de su dificultad de traducción al español. Procurando aclararse el sentido de dicho intraducible, uno de los presentes puso un ejemplo:

—Mi hermano tiene diabetes y tiene que cuidarse mucho. Tiempo después de que fue diagnosticado, su perra andaba mala. Nadie sabía qué tenía. La llevaron al médico y… ¡resultó que la perra también tenía diabetes! ¿Ese es un ejemplo de apprivoiser?

Respuesta: —No, eso sólo prueba que la perra de su hermano era histérica.

Después de las risas generalizadas, Allouch concluyó:

—No, un ejemplo de apprivoiser es lo que su hermano hace con su enfermedad.

En efecto, en el caso de una enfermedad así, hay quienes logran crear un lazo con esa otredad que irrumpe como extrañeza, que se impone y se reconoce que sería en vano tratar de contraponérsele. Lo que queda es una cierta forma de acoplamiento —de aprender a vivir con ello—, una manera de vincularse que no es perfecta ni mucho menos idílica, pero que en ocasiones puede dar lugar a una transformación de ambos (aunque no la misma). Creo que más de uno que haya tenido que lidiar con una enfermedad crónica (o algún otro fenómeno cuya cronicidad sea su rasgo distintivo) tendrá algo que decir al respecto.

Dos aporías artificiales del análisis

En su artículo “Tres análisis», publicado originalmente en la revista l’Unebévue en 1996, Jean Allouch retoma la equivalencia entre analizar y transliterar que puso de relieve en Letra por letra (1984), señalando de ella una razón y una consecuencia. La razón radica en que lo transliterable está analíticamente orientado o vectorizado, lo que significa que cuando algo es analizado (o descompuesto) puede volver a ser sintetizado (o recompuesto). Esta reversibilidad del análisis tiene como consecuencia que la transliteración encuentra una solución a las aporías —calificadas de “artificiales”— del análisis.

¿Cuáles son estas aporías? La primera se halla forjada a partir de un cuestionamiento del carácter terminable o interminable del análisis. A diferencia de una lectura-hermenéutica (a la Paul Ricoeur), que nunca agota el sentido de los textos, dejando la puerta abierta para nuevas interpretaciones, una lectura-desciframiento se cierra completamente. Allouch ya lo había señalado con anterioridad: el sueño tiene una y sólo una interpretación, justo como un rébus tiene un sólo y único desciframiento. Entendido así, el análisis de un sueño (pero también de las diferentes formaciones del inconsciente) nunca es interminable. Al respecto, el ombligo del sueño no funge como una invitación para una interpretación infinita, sino que opera como un límite a la interpretación, lo que más recientemente ha destacado al acentuar la faz de acto de toda formación del inconsciente.

La segunda de las aporías concierne a la existencia de elementos literales primarios que serían no descomponibles. A esta tesis se opuso la teoría de una descomposición indefinida y/o infinita, es decir, la desconstrucción. Mientras que para Jacques Lacan la letra/carta [lettre] posee la cualidad de no aceptar la partición, para Jacques Derrida esa sería una tesis dogmática, un postulado insostenible que erige a la letra como idealidad. Sin embargo, Derrida pierde de vista un punto esencial del recorrido analítico: que “no hay otra posible salida del impasse imaginario que tomar en cuenta la función de la letra que sufre demora”, la cual, en la partida analítica, se pone en juego a nivel de la transferencia.

Y es que el impasse imaginario deviene cosa de nunca acabar, lo que tal vez hallaría equivalencia con una transferencia nunca cerrada en tanto que no analizada. No resulta extraño, por lo tanto, que la lectura derridiana de «La carta robada» de Edgar Allan Poe haya concluido precisamente con un juego “de identificación rival y dúplice de los hermanos”. Es decir, precisamente en un callejón sin salida en el imaginario.

El artículo de Jean Allouch, «Tres análisis», traducido por Silvio Mattoni y publicado en Litoral 23/24, Córdoba, 1997 puede ser consultado y descargado desde aquí.

Jacques Lacan / Jacques Derrida / Paul Ricoeur / Jean Allouch

Revelaciones del signo

«El pastor milagroso» (1911-1913), de August Natterer («Neter»), es una de las obras reunidas por Hans Prinzhorn en su libro Expresiones de la locura (1922). Realizado a lápiz y acuarela sobre cartulina, se trata de una de las imágenes que le habrían sido reveladas únicamente a él. Si bien otros hubieran podido verlas —como ahora nosotros podemos hacerlo—, eso «habría sido su muerte».

Neter tenía la convicción de que Dios le hablaba a través de estas imágenes. Desde su primera experiencia visionaria, semejantes apariciones fungían como revelaciones del juicio final, que habrían de cumplirse en un futuro. Se trataba de imágenes similares a aquellas de las que habló Cristo en el Monte de los Olivos. Según Neter, si le eran reveladas por Dios era para culminar la salvación.

Existe todo un orden de experiencias subjetivas que no pasan por el significante en su acepción lacaniana; es decir, hacen signo (representan algo para alguien) y, por ende, conllevan una significación (en muchas ocasiones evidente para quien la recibe), pero sin apoyarse en literalidad alguna. No hace mucho, en su libro No hay relación heterosexual (Epeele, México, 2017), Jean Allouch ubicaba algunos de los términos que corresponden al campo semántico de tales experiencias: iluminaciones, visiones, apariciones, revelaciones.

La proximidad que tienen con el lenguaje religioso o, mejor aún, místico no está dado por aquél que las aísla en el campo freudiano. Surgen de las propias palabras que utiliza quien ha vivido tales experiencias. ¿Por qué aferrarse a rebautizarlas como alucinaciones? ¿Sólo para insertarlas al interior de un saber psicopatológico? Leopoldo María Panero diría que, a diferencia del vocabulario psiquiátrico, el lenguaje de la mística (por su naturaleza poética) no anula dicha experiencia.

«El pastor milagroso» (1911-1913) de August Natterer («Neter»).

El gran altruista

“El que está dispuesto a cambiar —dijo Shmuel—,
el que tiene el valor de cambiar,
siempre será considerado un traidor por aquellos
que no son capaces de ningún cambio,
tienen un miedo mortal a cualquier cambio,
no comprenden los cambios y aborrecen cualquier cambio.”

Amos Oz
Judas

En su libro Contra el fanatismo, Amos Oz identifica como fanáticos a aquellos que no conciben el cambio para consigo mismos, pero que, por el contrario, siempre quieren cambiar a los demás, al grado de procurar obligarlos a dicho cambio. Un proceder que en muchas ocasiones se disfraza de altruismo.

En efecto, el fanático es un gran altruista, cuya principal preocupación radica en salvarte, redimirte, transformarte por tu propio bien, llevarte por el buen camino. Pero si no devienes su seguidor o, peor aun, si osas quitarte del lugar que él mismo ha procurado para ti, entonces devienes un malagradecido, un desleal, un traidor.

Por cierto, Jacques Lacan denunciaba los resortes agresivos escondidos en todas las actividades llamadas filantrópicas, esas cuya tendencia es precisamente la de procurar el bien de las personas de manera “desinteresada”. ¿Cómo no percatarse de que el interés radica precisamente en ese afán por cambiar al otro a imagen y semejanza de uno mismo? Labor narcisista como pocas las hay.

¿Arte degenerado?

Un episodio de la historia del arte con un trasfondo eminentemente psicopatológico. Para el nazismo, el arte tenía la función de formar a las masas, por lo cual debía ajustarse a ciertos ideales estéticos y políticos, así como coincidir con una concepción de lo que era saludable para el pueblo alemán. Esto dio lugar a la clasificación de un arte como “degenerado”, en el que se incluían todas las vanguardias artísticas. Un diagnóstico que pronto se extendió a sus autores y cuyas consecuencias fueron desde la censura hasta la muerte. La categoría de «degeneración» no fue elegida de modo arbitrario: sus raíces se extienden al ámbito psiquiátrico del siglo XIX. El desplazamiento de la noción de degeneración desde el campo de la psiquiatría a la crítica de arte tuvo una historia singular, marcando así una forma de psicopatologización sin precedentes.

En 2016, Abraham Villavicencio me invitó a participar en un ciclo de conferencias sobre Otto Dix en el MUNAL. Años más tarde tuve oportunidad de retomar este trabajo en una presentación por Zoom gracias a la invitación de Nicolás Covacevich y la galería Tasting Art.

El artículo que escribí a propósito puede ser descargado desde el sitio web me cayó el veinte (revista y editorial de la École lacanienne de psychanalyse). Click aquí.

Aquí dejo el video de la presentación en Zoom que ocurrió el 25 de junio de 2020.